Ricardo Curutchet
No cederemos a la tentación de
aventurarnos por los sinuosos caminos de la filosofía de la historia, para
tratar de explicar la función que los Estados Unidos de América cumplen
contemporáneamente.
Hay, por supuesto, razones
físicas y metafísicas, políticas y metapolíticas, que condicionan los
acontecimientos y que impulsan a esta inmensa nación a destruir la cultura que
la originó y el orden que heredó.
Lo que ahora deseamos comentar es
el aspecto ético de su gestión, ya que éste es el terreno que la clase
dirigente norteamericana ha elegido para relacionarse con el resto del
universo.
Los Estados Unidos fundaron su identidad
nacional en un imperialismo tosco e infértil, que ninguna consideración
ideológica hizo variar nunca. Después de haber cercenado el territorio de
Méjico, se complacieron en imponerle un régimen izquierdista y ateo de vida
perenne; tras ello se ensañaron con los restos del Imperio español en tierras
calientes, humillaron a Colombia engendrando a Panamá, prostituyeron a Cuba
financiándoles luego la reacción marxista-leninista que la rige desde hace
veinte años, manosearon sin pudor a toda Centroamérica y le echaron la semilla
de su actual anarquía; amenazaron, invadieron, corrompieron, conspiraron,
explotaron y mintieron.
Prepotentes, crearon la
diplomacia del «big stick», para que
no dejara de hacerse carne en los hispanoamericanos y, especialmente, en los
europeos, la doctrina de que el hemisferio que hablaba español era su feudo.
Falaces, forzaron su entrada en la última gran guerra; estultos, destrozaron el
imperio francés para luego entregarlo al marxismo; traidores, armaron al
comunismo contra Europa y el mundo cristiano; sensuales, inundaron con su
potencia financiera el viejo continente, alzándose con su aparato productivo;
insidiosos, idearon la Alianza para el Progreso, entronizando en Latinoamérica
a oligarquías «snobs» y de cuño izquierdista; homicidas, arrasaron dos ciudades
abiertas y cientos de miles de seres humanos de una nación ya postrada,
inaugurando tétricamente con sus bombas atómicas una nueva etapa en la historia
de la muerte sobre la tierra; bárbaros, invadieron a Occidente con su
decadencia moral, con su humanismo del goce, con su puritanismo gélido, con su
estúpido paganismo.
Destruyeron sin reconstruir,
desplazaron sin reemplazar, ocuparon sin perseverar, combatieron sin creer, y
dieron comienzo a un nuevo ciclo sobre cuyo nombre los especialistas no se han
puesto de acuerdo, pero sobre cuyas características no hay porqué forjar
esperanza alguna. Un escueto, duro y frío racionalismo manejado por
computadoras que concluirá en un hormiguero sin hombres, es la herencia que
dejarán los Estados Unidos en lugar de la inmensa riqueza occidental, que con
crisis y contradicciones, aún subsistía a la hora en que irrumpieron en la
historia.
Esta ética cartesiana y
revolucionaria, este nuevo decálogo que los Estados Unidos quieren imponer en
lugar del sentido común, del derecho natural y del sentido jurídico humanista
tradicional, es la expresión de la civilización norteamericana que se extiende
por todo el orbe no dominado aún por el comunismo.
A este humanismo postrero, a esta
agonía occidental, le han llamado «derechos
humanos». Los reales derechos humanos, animados por una substancialidad tan
profunda como la esencia del hombre, no son, en la versión norteamericana, más
que las prerrogativas del individuo contra el orden objetivo, contra la
sociedad y contra la naturaleza. Es decir atienden principalmente al privilegio
que parece asistirle a los revolucionarios para atentar contra un estado de
cosas determinado. Esta ética proviene de un subjetivismo irremediable; porque
así como el derecho liberal surge para defender al burgués y el socialista
supuestamente para proteger al proletario –ambos con desprecio de la verdadera
justicia–, este nuevo derecho, impuesto por la fuerza en nombre de un futurible
cultural, asiste al revolucionario armado, al guerrillero que le franquea el
camino a esa civilización cuyas primeras luces ya vislumbramos en forma de
incendios y aberraciones morales.
Los Estados Unidos de América,
adalides de la destrucción atómica, invasores de pueblos jóvenes y destructores
de culturas antiguas, abanderados del aborto y promotores del inmoralismo
universal, carecen de títulos legítimos para pretender regir el mundo con su
ética huera, tan mediocre como hipócrita. Todas sus acusaciones deben ser
objeto, por consiguiente, del más categórico rechazo, no del silencio con que,
en definitiva, se las consiente.
* En “Revista Cabildo”, 2ª época – Año IV – N° 31,
febrero de 1980.
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