No
existe una noción más alterada ni más suplantada por falsas
interpretaciones que la de «política». Probablemente por
hallarse en la boca de todos, su verdadero sentido se ha desgastado hasta la
desfiguración. Los espíritus cultos la miran con repugnancia.
Un hombre que quiere crear algo en la vida, no pierde el tiempo con la política.
Es un charco de vulgaridad, un juego infame de intereses.
Esta
especie de política, indudablemente, merece el desprecio de todos. Si
la política se reduce solamente a un hacer y deshacer alianzas de intereses
individuales, claro está que todo su sentido se desgasta en este juego.
Esta política sólo la pueden hacer los individuos carentes de
escrúpulos. La falta de lealtad en las relaciones entre los individuos
se convierte entonces en norma suprema de cualquier acción política.
El carácter, la línea recta de manifestación de un individuo,
la moralidad pública, constituyen una carga demasiado pesada para la
realización de una carrera política. Lo que interesa en esa política
es mantener vivo el juego que alimenta las ambiciones de los partidarios por
intrigas, golpes prohibidos, maniobras mezquinas y otros medios de la más
repugnante especie.
El
juego de intereses individuales representa una especie degenerada de la política
que sólo se manifiesta en épocas de decadencia nacional. La política,
en su verdadero sentido, es todo lo que puede ser más opuesto a esta
interpretación. La verdadera requiere un sacrificio permanente por parte
del individuo. Un hombre político debe considerarse llamado a velar por
los intereses de todos, y esta misión no la puede cumplir sino despojándose
de cualquier interés personal.
La
verdadera política «la gran política», como la llama
José Antonio, para distinguirla de su variante degenerada, está
al servicio de la nación. Es un acto de servicio en provecho de la comunidad
nacional. La política constituye el conjunto de los medios que elabora
la nación para cumplir su misión histórica. Para que exista
una política los dirigentes de in Estado deben precisar previamente el
objetivo que persigue la nación en la época en que ellos viven.
La política se relaciona continuamente con este objetivo, mide las distancias
que la separan de él y se acerca a él etapa por etapa. No es un
objetivo efímero, un objetivo de temporada, sino que es un objetivo que
absorbe el esfuerzo de una o más generaciones. La política crea
y maniobra fuerzas, en relación con las oportunidades existentes para
alcanzar el objetivo establecido. Un Estado que no fija su objetivo y no se
mueve en su dirección no posee ninguna política. Tal Estado vegeta
simplemente. No vive.
La
gran política representa al mismo tiempo una gran pasión. Un dirigente
político debe vivir compenetrado con las finalidades nacionales. Un escéptico,
un indiferente, un hombre falto de valor espiritual no puede convertirse en
dirigente político. La política es una obra entusiasta, desinteresada.
La
tensión interior del individuo que se consagra a la política no
depende de su temperamento. Es el tono vital de la nación que se transmite
al que interpreta su destino. Quien ha descubierto el itinerario histórico
de la nación se siente invadido por sus caudales de energía. Quien
no ha hecho esta experiencia no puede convertirse en un dirigente político.
«Toda gran política -dice José Antonio- se apoya en el alumbramiento
de una gran fe» (94). Corneliu Codreanu emplea una expresión análoga:
«Los legionarios son los hombres de una gran fe, por la cual siempre están
prontos a sacrificarse» (95).
¿Por
qué es preciso que en el alma de un dirigente político se produzca
esta intensa emoción nacional, este desencadenamiento fanático
de las convicciones? Porque él actúa sobre las masas populares.
Para atraerlas a una empresa colectiva debe encenderlas con el calor de su propia
alma. Las masas no son capaces de descubrir el ideal nacional. Se incorporan
a este ideal si sus dirigentes políticos se lo revelan. La responsabilidad
de los individuos que se manifiesta en el primer plano de la política
es enorme, afirma José Antonio. «De ahí la imponente gravedad
del instante en que se acepta una misión de capitanía. Con sólo
asumirla se contrae el ingente compromiso ineludible de revelar a su pueblo
-incapaz de encontrarlo por sí en cuanto masa- su auténtico destino»
(96). También Corneliu Codreanu piensa que la multitud es incapaz de
descubrir por sí misma las leyes de la verdadera dirección política.
«Si la multitud no puede entender o entiende con dificultad algunas de
las leyes de inmediata necesidad para su vida, ¿cómo puede alguien
imaginarse que la multitud, que en la democracia debe conducirse a ella misma,
podrá comprender las más difíciles leyes naturales, podrá
intuir las más finas y las más imperceptibles de las normas de
dirección humana, normas que la sobrepasan, que sobrepasan su vida y
sus necesidades, normas que no se refieren directamente a ella, sino a una entidad
superior, la nación?» Su conclusión: «Un pueblo no
se conduce por sí mismo, sino por su élíte» (97).
Las
multitudes no son refractarias a una gran empresa histórica. En un Estado
oscuro, el ideal nacional yace también en sus almas. Pero las multitudes
se encuentran demasiado encadenadas por lo cotidiano para poder contemplar el
porvenir lejano de la Patria. Por eso hace falta la existencia de una élite
dirigente o de un gran jefe político. Oyendo su palabra, las multitudes
se estremecen. Oyen la voz de su propia consciencia. Los depósitos aluvionarios
de la vida cotidiana están revueltos por la lava que sube de las profundidades.
«Este contacto con la nación entera -dice Corneliu. Codreanu- está
lleno de emoción y de estremecimiento. Entonces las multitudes lloran»
(98). José Antonio reconoce también «la calidad religiosa,
misteriosa, de los grandes momentos populares» (99).
La
imagen del hombre político es completamente diferente de la que nos ofrecen
los partidos políticos. En él se ha apagado cualquier huella de
interés personal. Es un sacrificado permanente. Cuida de la felicidad
de todos. Toda su vida se encuentra modelada por el ideal, convirtiéndose
en una actitud, en una escultura, en un estilo de vida. La función del
hombre político se asemeja más a las funciones religiosas que
cualquier otra profesión. Según José Antonio, es la más
alta magistratura de la tierra, la más noble de las funciones humanas.
«De cara hacia fuera -pueblo, historia-, la función del político
es religiosa y poética. Los hilos de comunicación del conductor
con su pueblo no son ya escuetamente mentales, sino poéticos y religiosos.
Precisamente, para que un pueblo no se diluya en lo amorfo -para que no se desvertebre-,
la masa tiene que seguir a sus jefes, como a profetas (100). Hay movimientos
- dice Cornelin Codreanu- que poseen más queun programa: tienen una doctrina,
tienen una religión» (101). Religión, no en el sentido de
que la verdad nacional sustituya a la verdad religiosa, sino en el sentido de
que entre las masas y los jefes se establece una relación de expresión
mística, como explica José Antonio, «por proceso semejante
al del amor».
Conociendo
ahora el encadenamiento de las ideas de José Antonio y de Corneliu Codreanu,
podemos reconstruir, con su ayuda, la arquitectura política del Estado
nacional.
HORIA SIMA
Fragmento de "Dos Movimientos Nacionales
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