Por Dominique Venner
En 1814, al final de las Guerras Napoleónicas, Benjamin Constant escribió con alivio: “Hemos
llegado a la era del comercio, la era que debe necesariamente
reemplazar a la de la guerra, tal como la era de la guerra tuvo que
necesariamente precederle.” ¡Iluso Benjamin! Asumió la demasiado
extendida idea del progreso indefinido apoyando el advenimiento de la
paz entre hombres y naciones.
La era del comercio suave
reemplazando a la de la guerra… ¡Sabemos lo que el futuro hizo de esta
profecía! La era del comercio se impuso, de hecho, pero multiplicando
las guerras. Bajo la influencia del comercio, la ciencia y la industria
–en otras palabras, “el progreso” – las guerras incluso tomaron proporciones monstruosas que nadie hubiera jamás imaginado.
Hubo, sin embargo, algo de verdad en las falsas predicciones de
Constant. Si bien las guerras continuaron e incluso prosperaron, por
otro lado, la figura del guerrero perdió su prestigio social en
beneficio de la sospechosa figura del mercader. Éste es el nuevo tiempo
en el que aún vivimos, por el momento.
La figura del guerrero fue destronada, aún cuando la institución militar
ha perdurado más que ninguna otra en Europa desde 1814. Ha perdurado
desde el tiempo de la Ilíada –treinta siglos– mientras se transforma,
adaptándose a todos los cambios; los de la época, los de las guerras,
los de las sociedades y regímenes políticos, pero aún sigue preservando
su esencia, el ser la religión del orgullo, del deber y el coraje. Esta
permanencia a través de los cambios es sólo comparable con otra
imponente institución: la Iglesia (o las iglesias). El lector está
conmocionado. ¡Una sorprendente comparación! Y hay más aún…
¿Qué es el Ejército desde la Antigüedad? Es una institución
cuasi-religiosa, con su propia historia, héroes, reglas y ritos. Una
institución muy antigua, incluso más vieja que la Iglesia, nacida de una
necesidad tan remota como la humanidad, y la cual ahora está cerca de
extinguirse. Entre los europeos, nació de un espíritu que es propio de
ellos y el cual –a diferencia de la tradición China, por ejemplo– hace
de la guerra un valor en sí mismo. En otras palabras, que nació de una
religión civil originada a partir la guerra, cuya esencia, en una
palabra, es la admiración por el coraje ante el rostro de la muerte.
Esta religión puede definirse como la de la ciudad, en el sentido griego
o romano de la palabra. En un lenguaje más moderno, es una religión de
la patria, sea de la grande o de la pequeña. Como Héctor dijo hace
treinta siglos en el duodécimo libro de la Ilíada, para eludir un mal
presagio: “No es por un buen resultado que luchamos por nuestra patria”
(XII, 243). Patria y coraje están conectados. En la última batalla de
la Guerra de Troya, sintiéndose amenazado y condenado, Héctor se aparta a
sí mismo de la desesperanza con este grito: “¡Oh, bien! No, no moriré sin luchar, no sin gloria, no sin un gran acto que sea recordado en los tiempos por venir”
(XXII, 304-305). Uno halla este clamor de trágico orgullo en todas las
épocas de una historia que glorifica al héroe desventurado, engrandecido
por una derrota épica: las Termópilas, la Canción de Rolando, Camerone o
Diên Biên Phu.
Cronológicamente, el clan guerrero aparece antes que el Estado. Rómulo y
sus belicosos compañeros trazaron primero los futuros límites de la
Ciudad y establecieron su inflexible ley. Por haberla transgredido, Remo
fue sacrificado por su hermano. Entonces, y sólo entonces, los
fundadores raptaron a las Sabinas para asegurar su descendencia. En la
fundación del estado europeo, el orden de los guerreros libres precede
al de la familia. He aquí por qué Platón dijo que Esparta estaba más
cerca del modelo de ciudad griega que Atenas. [1]
Aunque puedan ser débiles, los ejércitos europeos actuales constituyen
islas en un entorno desmoronado donde estados ficticios promueven el
caos. Aún disminuido, un ejército permanece como una institución basada
en la férrea disciplina y participante en la disciplina cívica. Por esta
razón, esta institución carga en ella una semilla genética de
restauración, no por procurar el poder o militarizar a la sociedad, sino
para reafirmar la primacía del orden por sobre el desorden. Es lo que
las compagnonnages de la espada hicieron luego de la desintegración del Imperio Romano y muchos otros después de eso.
El Frente Negro
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