LAS GRIETAS
Solo cabe progresar cuando se piensa en grande
solo es posible avanzar cuando se mira lejos
Los hombres no viven juntos porque sí,
sino para acometer juntos grandes empresas
José Ortega y Gasset
 
La crisis política que desde años sufre la Argentina, con la mitad de la
 población que tironea para un lado y la otra mitad para el lado 
contrario, ya se ha convertido en crisis institucional. La famosa 
"grieta" de la que hoy tanto se habla no es más que la punta del 
iceberg. Además, en rigor de verdad, deberíamos hablar de "grietas", en 
plural, porque la sociedad argentina no está atravesada por una línea 
divisoria sino por varias. 

 
Por un lado, desde su mismo origen, la Argentina nació con una división 
subyacente que se fue metamorfoseando y perpetuando hasta el día de hoy:
 realistas contra patriotas; morenistas contra saavedristas; unitarios 
contra federales; conservadores contra liberales; peronistas contra 
radicales; peronistas contra antiperonistas; peronistas contra gorilas; 
militares contra militantes; peronistas contra radicales otra vez; 
kirchneristas contra cualquier otra cosa. La lista es larga.
Por el otro lado, la propia cultura demoliberal implantada en el país – 
tanto del liberalismo de derecha como del de izquierda y aun a pesar de 
las distintas variantes más o menos nacionales – ha aportado varias 
otras "grietas": ricos contra pobres; creyentes contra ateos; cultos 
contra ignorantes; burgueses contra el "aluvión zoológico" ; 
empresarios contra trabajadores; nacionales contra cipayos; "blancos" 
contra "negros"… Esta lista también es muy larga. 
El hecho es que la proliferación de "grietas" no es sino el reflejo de 
profundas fallas sistémicas subyacentes causadas por una ausencia de 
valores y una crisis moral que desembocan en la ausencia de una base de 
sustentación sólida para el poder político. Con un poder político eficaz
 y coherente, sustentado por un pueblo etnoculturalmente homogéneo, es 
difícil que se produzcan "grietas" insuperables. Por el contrario, con 
un poder confuso y vacilante tratando de conducir a una sociedad 
heterogénea, es prácticamente inevitable el surgimiento de líneas 
divisorias que desgarran a la sociedad intentando perseguir múltiples 
objetivos contradictorios. Cuando en cualquier sistema político la 
heterogeneidad de base no cuenta con una firme y eficaz conducción 
centralizada, lo que se impone no es la política sino la entropía por la
 cual en todo sistema de equilibrio dinámico el caos es siempre más 
probable que el orden. Y ésta no es una opinión emergente de alguna 
ideología. Es, simplemente, la aplicación consecuente del segundo 
principio de la termodinámica a cualquier sistema, incluso el político.
La crisis del sistema
 
A lo anterior se agrega la influencia de la actual política 
internacional orientada deliberadamente a la debilitación del poder 
político de los Estados tradicionales. 
En efecto, la estrategia general de la globalización es dejarle muy poco
 margen de maniobra a los Estados. Durante los últimos años esto se ha 
visto de un modo singularmente nítido. En todas las crisis que ha 
padecido el sistema internacional desde el inicio del Siglo XXI, lo 
único que ha quedado inmune y confirmado es el modelo económico que el 
sistema financiero internacional ha impuesto – o por lo menos tratado de
 imponer – a escala global. Lo irónico del caso es que justamente ese 
modelo es el que ha contribuido en forma significativa a generar y a 
empeorar la enorme mayoría de los problemas que surgieron. 
Se ha dado así el caso casi increíble de un criterio que, por un lado, 
genera y aumenta los conflictos pero que, por el otro lado, ante cada 
conflicto es propuesto como la solución al conflicto que ese mismo 
criterio generó. Un círculo vicioso perfecto. "Los problemas de la democracia se solucionan con más democracia", o bien, "los problemas del libre mercado se solucionan con más libertad de mercado".
 Son frases que hemos escuchado hasta el hartazgo. ¿A nadie se le 
ocurrió pensar que eso equivale a decir algo así como "la gripe se cura 
con más gripe" o "la ignorancia se soluciona con más ignorancia?
Para colmo de males, los gobiernos, más preocupados por cosechar votos 
que por hacer funcionar Estados, no sólo han quedado con muy poco poder 
real frente al poder del dinero sino que, además, tampoco han tenido la 
idoneidad adecuada para ejercer la escasa capacidad de decisión que les 
resta. Así, los políticos no solamente se han mostrado ambivalentes, 
dubitativos, lentos, contradictorios y prácticamente hasta complacientes
 frente a la crisis sino que, cuando por fin alguno se decidió a actuar,
 lo hizo mal y, en lugar de fortalecerse, terminó provocando su propia 
crisis interna. 
A estas horas en el ámbito del mal llamado populismo – y mal llamado 
porque no es más que simple demagogia – al menos una cosa debería haber 
quedado meridianamente clara: cuando a la confusión se le suma la 
ineptitud y ambas desembocan en un resentimiento clasista, la mezcla 
resulta explosiva. Las medidas que surgen de este ambiente intelectual 
pueden calificarse con tres conceptos: poco, tarde y mal.
La cobardía demoliberal
 
Muy en el fondo de la cuestión, todo lo que hemos vivido y padecido 
puede rastrearse hasta un defecto constitutivo e histórico del 
demoliberalismo. La cosmovisión demoliberal se fundamente en un miedo 
casi histérico al poder. El neoliberalismo ha heredado esto de la 
demagogia griega que mandaba a sus mejores hombres al ostracismo y lo ha
 institucionalizado distorsionando el esquema de Montesquieu al 
particionar al Estado en tres "Poderes" que, en lugar de cooperar y 
complementarse, compiten, se traban, se espían y se denuncian 
mutuamente.
La tergiversación en la que se basa este sistema es aquella que, en 
nombre de una mayor participación, confunde deliberación con decisión. 
Una deliberación participativa es siempre conveniente y hasta necesaria 
en algunos casos. Mientras más amplia sea la base deliberativa, mayores 
probabilidades habrá de que salgan a luz todos los aspectos relevantes 
de una cuestión, porque pocas veces hay algo mejor que enfocar un mismo 
tema desde todos los ángulos posibles. Preguntarle a un gerente qué 
sucede en la fábrica nos proporciona una respuesta que muchas veces 
refleja tan sólo lo que debería suceder. La misma pregunta hecha 
al jefe de producción, al jefe de mantenimiento, al contador, al jefe de
 personal, a los trabajadores y hasta al portero, nos proporcionará un 
cuadro muy confiable de lo que realmente sucede en el 
establecimiento. Y la situación no es demasiado distinta en el ámbito 
político: la participación del Pueblo en la definición de esa realidad 
que es, al fin y al cabo la única verdad, resulta insustituible.
Lo que el demoliberalismo esconde sistemáticamente es que una cosa es 
participar en las deliberaciones y otra muy distinta es participar en 
las decisiones. Una deliberación colegiada arroja luz sobre determinada 
cuestión. Una decisión colegiada, suponiendo que la misma sea posible en
 absoluto, lo único que hace es diluir la responsabilidad entre un 
número aleatorio de personas. Por eso es que la politiquería, sea 
neoliberal o de izquierda, ama y adora las decisiones tomadas en 
asamblea mientras huye como de la peste de todas aquellas decisiones que
 deben ser tomadas en forma unipersonal. Porque la decisión conlleva la 
responsabilidad. Quien toma decisiones debe hacerse responsable por las 
mismas. Quien ejerce el poder debe hacerse responsable por las 
consecuencias que ese ejercicio ha acarreado y, por supuesto, si se le 
tiene miedo a la responsabilidad, la consecuencia inmediata es que se 
termina teniéndole miedo al poder.
Pero, aún con ser fundamental, este no es el único aspecto a tener en 
cuenta. Además de ello, si el poder político — al menos según la teoría 
demoliberal — está disponible para cualquiera, es prácticamente 
inevitable que traten de recortarlo, disminuirlo, constreñirlo, 
controlarlo, cercarlo y hasta condicionarlo todos aquellos que esperan 
su turno en la larga fila de los aspirantes al puesto. De este modo la 
crítica política deviene en chicana — cuando no en sabotaje encubierto —
 porque, en realidad y por más que todos se llenen la boca con discursos
 afirmando lo contrario, el fracaso de un gobernante abre las puertas 
para el próximo aspirante al cargo. 
El gran argumento que se agita en esto es que, supuestamente, el poder 
corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente. La frase es 
ingeniosa y no del todo carente de ejemplos históricos desgraciados, 
concurrentes a abonarla. Sin embargo, como todas las frases ingeniosas 
pero superficiales, pasa por alto varios hechos básicos. En primer lugar
 sólo se puede corromper a alguien que está dispuesto a ser corrupto. Y,
 en segundo lugar, para la corrupción — al igual que para bailar el 
tango — hacen falta al menos dos: uno que acepte ser corrompido y otro 
que elija a la corrupción como método normal de operación. En última 
instancia, el dinero también corrompe y el "dinero absoluto" — aquél 
que, como nuestra deuda externa, ya tiene tantos ceros que se vuelve 
mentalmente inabarcable — corrompe no menos absolutamente. Resulta por 
lo menos curioso que el neoliberalismo propugne a grandes voces un 
rígido control del poder político y, simultáneamente, se oponga 
terminantemente al control del dinero; máxime teniendo en cuenta la 
dependencia directa que la política tiene hoy de ese dinero que, cuando 
no es la fuente, al menos es el instrumento preferido de la corrupción.
Poder y Estado
 
El criterio neoliberal con el que hoy juzgamos los hechos y los 
acontecimientos políticos está profunda y básicamente errado. En primer 
lugar, el Estado no tiene, en realidad, "Poderes" fundamentales sino 
funciones esenciales y complementarias. Y, precisamente porque estas 
funciones son complementarias, el poder político tiende, en forma 
natural, a unificarse. La funcionalidad complementaria exige coherencia 
de criterios y para que esa coherencia sea realmente eficaz, se necesita
 unidad de decisión o sea — lo que en política es indispensable — unidad
 de poder.
Lo primero que un Estado necesita es capacidad de planificación 
estratégica. Sin un verdadero plan, bien diseñado, bien estructurado y 
bien ajustado a la realidad, el discurso político naufraga en simples 
expresiones de deseos, declamaciones ideológicas y promesas demagógicas 
que después nunca se cumplen. La primera función del Estado es planificar y prever.
 Prever un futuro en términos necesariamente positivos y planificar las 
alternativas de acción y de opción para alcanzarlo. Y esta es ya la 
primera falla que podemos detectar en nuestro Estado actual. Por un lado
 nuestros insignes políticos hablan de "nuevas formas" de hacer política
 y del "futuro de grandeza" que supuestamente nos espera tras un ingreso
 al "primer mundo" en condiciones de "mayor equidad" social. Pero nadie 
se ha tomado el trabajo de definir esas metas de una manera objetiva, 
como que tampoco nadie ha hecho aunque más no sea un listado de las 
acciones concretas y de los objetivos puntuales, verificables, que es 
preciso cumplir para alcanzar esas metas. Por el otro lado, explícita o 
implícitamente, hemos aceptado una planificación económica impuesta por 
la globalización, de modo tal que no solamente no tenemos un plan 
político coherente sino, para colmo, hemos comprado en el exterior un 
"modelo" económico que fue construido sin tener en cuenta para nada 
nuestros propios intereses y nuestras propias necesidades. Así, no es 
ningún milagro que tengamos un Estado que gobierna más para los 
"inversores" que para su propio Pueblo, esperando que el capital 
financiero internacional termine resolviendo todos los problemas que la 
incapacidad política y el egoísmo codicioso de nuestros dirigentes 
impide resolver.
Lo segundo que el Estado necesita es capacidad para construir consensos.
 Nunca, en ninguna parte, bajo ninguna circunstancia histórica se ha 
dado el caso de un consenso absolutamente unánime dentro de un organismo
 político que abarca a millones de seres humanos. La unanimidad de la 
voluntad general es un escollo contra el que se estrelló hasta la teoría
 de Rousseau. Pero, para que esa capacidad de síntesis pueda ejercerse; 
para que el Estado sea, en absoluto, creíble en su intención de lograr 
consensos y sintetizar divergencias, no sólo debe existir la estrategia 
en nombre de la cual se construye ese consenso sino que, además, el 
criterio sustentado por la política estatal debe estar libre de 
sectarismos. Tenemos que entender de una vez por todas que el Estado no 
gobierna a la comunidad sino en nombre de la comunidad. Y 
esto significa que no gobierna en nombre de un sector, una clase social,
 una división, porción o fragmento de la comunidad, sino en nombre de 
todo el conjunto, entendido éste como un organismo político indivisible.
 
Y lo tercero que el Estado necesita es capacidad de conducción. 
Para ello debe tener, como mínimo, capacidad para tomar decisiones 
adecuadas, oportunas y responsables. No es suficiente con que cierta 
clase dirigente goce de una imagen de liderazgo mediático, 
cuidadosamente construido por los expertos en relaciones públicas y los 
especialistas en ingeniería de imagen para su difusión por los medios 
masivos. Mucho menos alcanza con que cierta jauría periodística, con el 
viejo truco de presentar su caprichosa interpretación personal de la 
opinión de la gente como Opinión Pública manifiesta, trate 
desesperadamente de "preservar la imagen" de ciertos dirigentes, o de 
ciertos cargos políticos, o de ciertas instituciones, con la ya casi 
universal excusa de "mantener la gobernabilidad" del sistema. Si hay 
crisis de gobernabilidad es porque hay crisis de conducción. Y si hay 
crisis de conducción es porque las decisiones se toman mal. Ya sea 
porque se tardan meses y hasta años en tomarse; ya sea porque se 
negocian en forma colectiva para que nunca aparezca un responsable que 
pueda ser individualizado; ya sea porque se toman optando por las 
medidas equivocadas; ya sea porque se aceptan bovinamente decisiones que
 han sido tomadas por otros en los centros de un poder supranacional que
 tiene la muy inteligente costumbre de negar su propia existencia.
Reconstruir al Estado 
 
Tenemos que reconstruir a nuestro Estado. Debemos abandonar el miedo al 
poder y atrevernos a ejercerlo en su plenitud, en beneficio de la 
Argentina y de los 40 millones de habitantes que viven en ella. 
Para ello, lo primero que necesitamos es un verdadero Proyecto Nacional,
 con metas claramente definidas, y plasmado en un Plan de Acción con 
objetivos coherentes, viables, realistas y verificables. Lo segundo que 
necesitamos es construir un consenso auténtico y genuino alrededor de 
esta 
estrategia; sin sectarismos y sin exclusiones dogmáticas; en el sincero 
entendimiento de que la Argentina es de todos los que estén honesta y 
honradamente dispuestos a trabajar en ella y por ella. Y, finalmente, 
debemos ser capaces de aglutinar en una gran fuerza política a personas 
con suficiente idoneidad profesional, capacidad de decisión y autoridad 
moral como para ejecutar el Plan y alcanzar las metas del Proyecto. 
Una Argentina mejor es posible. Pero no es cuestión de quedarse en 
soñarla. Lo que hay que hacer es construirla. Lo trágico es que esto ya 
debería saberlo todo el mundo porque, de hecho, se viene diciendo por lo
 menos desde hace 78 años. Desde que José Ortega y Gasset lanzara en 
1939 la consigna:
"¡Argentinos, a las cosas, a las cosas!"
Pero parece que nadie se quiere hacer cargo de esa consigna.
Y ése es el problema.
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