Ya hemos explicado en diversas ocasiones que los negociados
de derechas e izquierdas se han repartido los papeles, en su apoyo conjunto a
la revolución del capitalismo global que destruye a los pueblos. Mientras la
derecha apoya orgullosa esta destrucción (metiendo miedo a sus adeptos), la
izquierda apacienta a los trabajadores hacia el redil de la rendición,
convertida en el perro caniche de la plutocracia. Y es que, como nos enseña
Pier Paolo Pasolini (a quien ya hemos citado en alguna ocasión anterior), «el
neocapitalismo se presenta taimadamente en compañía de las fuerzas del mundo
que van hacia la izquierda».
Para desactivar la protesta de los trabajadores, la izquierda
traidora se sirve de los mismos métodos que el Estado empleaba en Un mundo
feliz, la distopía de Aldous Huxley: la libertad sexual y el reparto de ‘soma’
(droga). «En la medida en que la libertad política y económica disminuyen
–escribe Huxley–, la libertad sexual tiende a aumentar». Así se explica que la
izquierda traidora ponga tanto empeño en las ‘políticas de identidad’
financiadas por la plutocracia, que desactivan por completo la vieja ‘lucha de
clases’, atomizándola en un enjambre de egoístas luchas sectoriales que dejan
al trabajador más solo y desvinculado que nunca, absorto en el desciframiento de su sexualidad polimorfa.
Pero la izquierda traidora no se conforma con desactivar la protesta de los
trabajadores; necesita también asegurarse de que no se reactive. Y así se
declara también partidaria del reparto de ‘soma’; o sea, de la legalización de
las drogas.
Resulta, en verdad, lastimoso que la izquierda, que empezó
denunciando la ‘alienación’ del trabajador en la sociedad capitalista, haya
acabado reivindicando «el consumo de marihuana con fines recreativos». Resulta,
en verdad, patético que una ideología que execró la religión, tildándola de
‘opio del pueblo’, postule ahora que el pueblo se drogue, para habitar
pasajeramente realidades menos crudas.
Pero ¿no era la religión una salida
mágica que impedía al trabajador tomar conciencia de su situación oprobiosa?
¿Es que fumar porros, en cambio, lo ayuda a recuperar esa conciencia? Que la
izquierda, después de haber combatido la religión, promueva la legalización de
la marihuana tiene muchísima miga. En primer lugar, nos vuelve a confirmar que
cuando alguien deja de creer en Dios puede empezar a creer en cualquier
paparrucha. Pero también nos muestra que la droga ejerce de modo indubitable
los efectos adormecedores que la izquierda atribuía falsamente a la religión.
En la novela de Huxley, de hecho, se presenta el ‘soma’ con el que el Estado
embrutece a los trabajadores como una sustancia que «tiene todas las ventajas
de la religión, sin ninguno de sus efectos secundarios»; de ahí que, para
controlar las emociones de los trabajadores alienados y mantenerlos contentos,
el Estado se encargue directamente de su reparto.
Esto mismo pretende hacer la izquierda traidora con la
marihuana. Para defender su legalización, utiliza las consignas más burdamente
mercantilistas, asegurando que así se proporcionarán «ingentes beneficios» al
Estado. Naturalmente, todas estas pamplinas delicuescentes no hacen sino
ocultar la connivencia de la izquierda con la plutocracia, que necesita
trabajadores dóciles y manipulables que, a la vez que se empobrecen y aceptan
condiciones de trabajo cada vez más oprobiosas, encuentren consuelos vicarios y
paraísos artificiales. Así se explica, por ejemplo, que el plutócrata y
especulador globalista George Soros esté impulsando la legalización de la
marihuana, con la disculpa propagandista de acabar con las mafias del
narcotráfico (que tal vez encubra su propósito de sustituirlas en posición
monopolística).
Pero este plutócrata protervo, como otros de su cuerda, anhela
crear sociedades pasivas y devastadas por el hedonismo que acepten lo mismo la
destrucción de su identidad que los más clamorosos abusos laborales; pues su
fin último no es otro sino asegurar el acopio de mano de obra barata y
mansurrona. Y para lograr culminar sus desmanes, necesita tanto las avalanchas
migratorias como la legalización de la marihuana. En lo que demuestra actuar
con irreprochable (aunque maligna) lógica.
La estrategia de la plutocracia, en su desactivación de la
resistencia de los pueblos, es cristalina: primero les ofrece un supermercado
de identidades de bragueta, para que abandonen la lucha por la dignidad de su
trabajo; luego los adormece y convierte en guiñapos con el reparto de ‘soma’.
Mucho más turbia y abyecta es la posición de cierta izquierda, convertida en un
perro caniche de la plutocracia.
JUAN MANUEL de PRADA
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