sábado, 17 de septiembre de 2011

TODO TIENE PRECIO PERO NADA TIENE VALOR

Alberto Buela (*)

Este puede ser el apotegma en el frontispicio de todos los mass media globalizados y así podríamos saber los pacientes oyentes y televidentes a qué atenernos y no comprar todo lo que nos venden.
No hay signo más genuino de nuestro tiempo que el precio en dinero de todas las cosas, desde un humilde vaso de agua hasta los consejos espirituales para la salvación eterna de los más variados pastores y gurúes. Todo está a la venta y todo se compra. Heidegger hace más de medio siglo dictaminó que la esencia de la propaganda consistía en poner “el ser a la venta”.
Este totalitarismo comercial, y lo que es peor aún, financiero, no solo acaba de desquiciar al mundo con la estafa planetaria de los “hermanitos Lehman y Cia”, sumiendo en graves riesgos de existencia a naciones enteras, sino que para colmo de males: es impune. Nadie dice quién se apropió de esa enorme masa de dinero, a dónde fue a parar. Y, para colmo, los que lo saben, callan.[1]
Es decir, como todo tiene su precio, aquellos que conocen a los beneficiarios de tamaño descalabro mundial, han sido comprados.
En cuanto al valor, que es lo que algunos buenamente quieren reintroducir en el mundo, ha sido desplazado de éste. El disvalor es su reemplazante en casi todos los órdenes y dominios. No al ñudo, un filósofo de la talla de Massimo Cacciari, hoy gobernador de Venecia, nos habla de la pax apparens, de que estamos viviendo un mundo aparente, de disimulo y simulacro. Hace unos días un muy buen pensador argentino Luis M. Bandieri nos habló sobre el robo de la realidad a través del discurso político y mediático, con lo cual el sujeto político por antonomasia que es el pueblo, desapreció.
Hoy los gobiernos, como administradores de los Estados, dejaron de crear trabajo para otorgar subsidios. Aquella vieja frase de Perón: “gobernar es crear trabajo” , nadie la lleva a la práctica porque para los gobiernos es más fácil, menos complicado y más expeditivo otorgar becas o subsidios, que en el fondo son simples transferencias de dinero. Y como no existe en el mundo un solo gobierno que desee pagar su deuda externa o interna sino que todos reciclan sus enormes deudas con más deuda (lo que además redunda en grandes comisiones para los actores financieros), la gran maquinaria sigue rodando. La consecuencia politológica es que los pueblos son trasformados en “gente” y los ciudadanos en “clientes”.
Espantar no nos espantamos, escandalizar tampoco, pues ya no queda casi nada de que escandalizarse. El hecho consumado es éste y no hay vuelta de hoja: todo tiene precio pero nada tiene valor.
¿Qué nos está permitido esperar?.
Sabemos por experiencia histórica que los hombres se suicidan pero los pueblos no. Buscan permanecer en su ser, en su índole, en sus caracteres. En sus peores épocas de extrañamiento de sí mismos, buscan el afianzamiento en su genius loci (clima, suelo y paisaje). Las tradiciones nacionales y los planteos identitarios comunitarios.
Esto no es otra cosa que la reinstauración de valores perdidos con la búsqueda de otros nuevos.
¿Cómo lograr la reimplantación de valores en una sociedad de consumo compulsivo y masivo para la cual no existe lo inapreciable, pues todo tiene precio?
Sabemos, apelando nuevamente a la historia, que existen solo dos caminos o vías de acceso a los valores: la educación, entendida como formación,  y el trabajo, entendido más como labor que como obra.
Hoy, a fuer de ser sinceros, no podemos contar con la educación formal porque  está absolutamente desnaturalizada. Los ingentes esfuerzos que se vienen haciendo desde el fin de la segunda guerra mundial en el sentido de cambiar todas las pautas y normas de la educación clásica, han dado por resultado: alumnos que no estudian y maestros que no enseñan. Así la educación por el ejemplo del maestro y la autoridad fundada en el saber desaparecieron del horizonte de la educación mundial.
Descartada la educación, para qué gastar pólvora en chimangos en planes y proyectos que se reciclan a sí mismos en la no educación, sólo nos queda el trabajo como creador de valores.
Y esto lo ha visto un gran filósofo contemporáneo, el escocés Alasdair MacIntyre quien en su obra cumbre Tras la virtud (1981)  señala, en una sociedad desacralizada y sin educación,  al trabajo como fuente de la virtud y a ésta como origen de los conceptos valorativos y normativos. Es que el trabajo exige la incorporación regular de hábitos para realizarlos bien y eficazmente. Y esta repetición de actos termina por crear virtud, que no es otra cosa que: repetición de actos buenos, y esto genera pautas de conducta que terminan instaurando valores.
Y si vamos un poquito más lejos vamos a ver que fue el napolitano Giambattista Vico (1668-1744) quien en su tiempo ya advirtió el hecho innegable que al menos los temas de filosofía moral no pueden encontrarse sino encarnados en la realidad histórica de grupos sociales concretos, llamados comunidades.
Termina el Escocés afirmando rotundamente que: “la tradición de las virtudes (la de los valores) discrepa con ciertos rasgos centrales del orden económico moderno y en especial con su individualismo, de su afán adquisitivo y de su elevación de los “valores del mercado” al lugar social central. Ahora queda claro que conlleva también el rechazo al orden político moderno…La política moderna sea liberal, conservadora, radical o socialista ha de ser simplemente rechazada desde el punto de vista de la auténtica fidelidad a la tradición de las virtudes y los valores” (op. cit. p. 312, ed. Crítica, Barcelona, 2001).



[1] Salvo el dr. Julio Azcurra, médico y economista, quien nos desaznó a todos sobre el tema en la Peña de la Imprenta.

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