Muchos ya sabrán lo que son los
kamikaze. Tal el nombre que le fuera dado a aquellos aviadores japoneses
que en la última gran guerra se lanzaban junto a una carga de explosivos que
acompañaba a su avión contra los barcos de los enemigos para hacerlos saltar
por el aire. Se ha hablado mucho de estos “voluntarios de la muerte”, a veces
con admiración, otras con horror. Pero no siempre ha sido captado el sentido
completo de esta iniciativa, en verdad sin precedentes en nuestra historia: puesto
que éste es el primer caso de una táctica sistemáticamente estudiada y
organizada que implica la muerte segura de los combatientes, aplicada no en
casos esporádicos, dentro de los marcos de formas de exaltación individual,
sino durante un largo período y con un cuerpo especial adiestrado de manera
adecuada.
Sobre los kamikaze se ha publicado un libro en
francés escrito por dos oficiales japoneses que formaran parte de tal cuerpo
(R. Inoguchi y T. Nakajima,
Alerte kamikaze!,
París, Ed. France-Empire). Es un libro escrito en un
crudo estilo militar que hace referencia esencialmente a la organización y a
los distintos operativos realizados. A pesar de ello se transmite igualmente
parte del espíritu que ha caracterizado al kamikaze. Dicho cuerpo fue creado por
el almirante Onishi cuando, ante la aplastante
superioridad de medios por parte del adversario, pareció que no hubiese otra
esperanza en la victoria que no fuera un milagro solamente realizable por un
camino de excepción. Kamikaze quiere decir “Viento” y “Tempestad de los
Dioses”. Con esto se hizo referencia a un episodio de la anterior historia del
Japón. En 1281, en una situación por igual desesperada, un huracán, que se
pensó hubiese sido desencadenado por los dioses, salvó al Japón hundiendo en
pocos minutos una potentísima flota enemiga. De este modo los
kamikaze se concibieron a sí mismos casi como la encarnación de la misma
fuerza divina que entonces había salvado a la nación. En el momento de
constitución del cuerpo éstas fueron las palabras pronunciadas por el almirante
Onishi:
“Me
dirijo a vosotros en nombre de los cien millones de Japoneses para solicitar
vuestro sacrificio, invocando la victoria. Uds. ya son dioses y los dioses se
olvidan de cualquier deseo humano. Si por casualidad todavía tienen uno que sea
aquél de saber que vuestro sacrificio no ha sido en vano”.
Tales palabras
hallaron un suelo preparado en el estado de ánimo de exasperación nacido en
masas de combatientes que, aun constatando la imposibilidad de hacer frente al
enemigo con sus mismos medios, no querían sin embargo de ninguna manera
doblegarse ante un destino infausto. De este modo la determinación de vencer a
cualquier costo, atestiguada en un primer momento por ejemplos aislados, con la
precipitación de los acontecimientos y con la creación de aquel cuerpo
especial, terminó “inflándose como un torrente destructor”. Se calcula que desde
el 24 de octubre de 1944, fecha de la creación del cuerpo de los kamikaze,
hasta el 15 de agosto de 1945, fecha de la capitulación del Japón, 2.530
pilotos se lanzaron en los ataques suicidas en contra de los portaviones, los
acorazados y los transportes norteamericanos. En el momento en el cual, a pesar
de todo, Japón depuso las armas, el almirante Onishi
se mató, alcanzando así a sus hombres en la muerte. Poco antes escribió esta
breve estrofa lírica: “Después de la
tempestad –la luna ha aparecido- radiante”.
Esto nos lleva a analizar el elemento interior,
ético y espiritual del espíritu kamikaze. Por un lado, el llamado de Onishi había encontrado una superabundancia de voluntarios.
El libro aquí mencionado nos refiere que aquellos que eran elegidos consideraban
tal cosa como un alto honor por el cual agradecían, y que a veces se llegó
hasta a protestar y acusar de favoritismo e incluso de “corrupción” cuando tal
privilegio no era concedido. Luego debe ser subrayado que no se trataba de un
gesto dictado por un momento de exaltación y de delirio heroico. Podía acontecer
que los kamikaze tuviesen que esperar meses enteros
antes de ser enviados a su misión. Y en este período pasaban el tiempo
acudiendo a sus ocupaciones normales, participando incluso de juegos y
diversiones, casi como si no tuviesen ante sí la perspectiva de partir hacia
una muerte segura y casi como si aquellas no fuesen sus últimas jornadas de la
vida. Su misticismo guerrero se acompañaba de una fría y lúcida determinación, puesto
que, tal como se ha mencionado, ellos tenían que adiestrase a fondo en las
técnicas precisas de un ataque que para tener eficacia reclamaba hasta el final
un absoluto dominio de sí mismo.
Para entender todo esto hay que remitirse a factores
ético-espirituales y a una concepción de la vida sumamente diferente de la que
impera en el Occidente moderno. En primer lugar existía la idea de que “al convertirse
en soldados ya se había dado la vida por el Emperador” y que “si los nuestros
luego tuviesen que pensar no haber hecho de todo para vencer, se matarían
igualmente, sin por ello reputarse libres de sus culpas”. Se encontraba luego
una ética más general derivada de la sabiduría de Confucio, la cual, del mismo
modo que la estoica, exhorta a vivir en modo tal como si cada día fuese el
último. Y a esta ética que, si es vivida, no puede no propiciar un natural y
calmo desapego, se le unía aquello que venía de una concepción tradicional que no ve en el
nacimiento el principio de la existencia humana y en la muerte el final
inevitable del ser. De aquí la característica de un heroísmo que no es oscuro,
trágico y desesperado, sino que se encuentra rectificado por la certeza de una
vida superior. Por esto los kamikaze eran considerados
como “dioses vivientes”. Por esto para sus aparatos no fueron elegidos símbolos
de muerte, calaveras, color negro u otro, tal como sucede en cambio con otros
casos, sino símbolos de inmortalidad. Ooka fue
denominado el pequeño tipo de avión de una sola plaza que, cargado con dos
toneladas de explosivos, era desenganchado por un bombardero y que por medio de
aceleradores a propulsión se precipitaba a una velocidad elevadísima sobre el
objetivo, con una autonomía de 20 km. Pero Ooka quiere decir “Flor de
Ciruelo”, flor que en Extremo Oriente vale también como luminoso símbolo de
inmortalidad.
Pero esta inmortalidad, de acuerdo a la concepción
japonesa, no es de carácter puramente trascendente; es la de fuerzas que aun el
más allá puden sostener y alimentar la grandeza y la
potencia del Imperio. Por esto el almirante Onishi
pudo también decir:
“El nacimiento del
espíritu kamikaze nos asegura la perennidad del Japón aunque no haya sino una
probabilidad ínfima de vencer”.
Y en el fondo, ésta aparece como la extrema
justificación del sacrificio de aquellos que habían pensado
...“levantar con la pureza de su juventud el
Viento de los Dioses”.
La aparición de los kamikaze
aterrorizó por cierto a las fuerzas norteamericanas. Han quedado descripciones
del paroxismo y pánico que producía en los barcos yanquis su mera aparición. Se
lanzaban contra el mismo todo tipo de elemento bélico y muchas veces acontecía
que el avión, aun impactado, se arrastraba con una estela de llamas y humo en
contra del objetivo. Pero los resultados tácticos y estratégicos esperados no
fueron obtenidos. Las cosas habían llegado ya a un punto tal que faltaban los aparatos, que no era ni
siquiera posible proveer una escolta necesaria para impedir que los kamikaze
fuesen abatidos mucho antes de poder acercarse a las task-forces norteamericanas y a
otros objetivos. Todas las destrucciones operadas no pudieron de todos modos
impedir la derrota.
Y ésta es una experiencia deprimente. Deprimente
porque podría no valer tan sólo para aquel caso. Los tiempos parecen ser tales
que aun la extrema tensión heroica de espíritus que ya en forma anticipada han
rescindido el vínculo humano puede ser vana ante una aplastante potencia
organizada de la materia.
JULIUS EVOLA
“Roma”, 11 de
diciembre de 1957.http://australis-traditio.blogspot.mx/2013/07/los-kamikaze-julius-evola.html
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