Asombra y a menudo acojona, o por lo menos a mí me
pasa, el modo en que la simpleza más frívola, la estupidez más
elemental, querido Watson, triunfan en sociedad. No se trata sólo de
esta España nuestra, y eso tiene una doble lectura. Creo. Por un lado,
mirando los periódicos, la tele o Internet, consuela comprobar que en
todas partes cuecen habas y que la gilipollez no tiene fronteras. Que
igual de tonto puede ser un chino que uno de Murcia. Sin embargo, por
otra parte eso descorazona mucho, pues cada vez le deja a uno menos
lugares posibles donde refugiarse cuando todo acabe por irse al carajo.
Como ven, hoy me desayuno apocalíptico. Pero es que hay temporadas
que lo apocaliptizan -o como se diga- a uno. Llevo un tiempo forzado por
la perra vida a moverme en ambientes donde el porcentaje de tontos por
metro cuadrado es superior a la media, y eso castiga mucho el hígado. Lo
que más me revienta es que yo mismo, por imperativos casi legales, me
veo forzado a asumir las reglas de estolidez ya establecidas, y no
soporto la cara de imbécil que veo si me miro en un espejo. Pero es lo
que hay. Por eso hoy me desahogo aquí, dándole a la tecla.
Sobre tonterías ajenas -las mías no se las voy a contar a ustedes-
les refiero la penúltima. Acabo de recibir carta de un lector afeándome
que use la frase enfermedad histórica. No ya cáncer, como cuando hace poco una lectora con esa dolencia me recriminó, muy destemplada, escribir cáncer de la sociedad, o cuando otra, también señora, criticó que utilizase la palabra autismo político para
definir la cara de pasmado, la parálisis facial -otra enfermedad, por
cierto- con que Mariano Rajoy se ha enfrentado en sus cuatro años de
legislatura, entre otras cosas, a la insultante arrogancia del ex
presidente Mas y sus compadres. Ahora, ese lector bienintencionado me
pide que reflexione sobre lo mal que pueden sentirse los enfermos de
cualquier clase y estado cuando se topen, en mis textos, con esa
desafortunada expresión: enfermedad histórica, enfermedad social. Lo
maltratados -supongo que se refiere a eso- que van a sentirse, no ya los
que tienen la poca suerte de padecer cáncer, sino también los
diabéticos, los asmáticos, los alopécicos, los que están en diálisis,
los que tienen hemorroides o los que pillan un catarro. Lo mucho que se
van a cabrear conmigo, todos ellos. La de novelas que voy a dejar de
vender. Lo que se van a ciscar en mis muertos.
Por cierto. Ya que hoy hablamos de estupideces, hay una que no deseo
pasar por alto, porque se refiere a mi colega y camarada de armas Javier
Marías. Y hay varios cantamañanas que han estado dándole la brasa al
rey de Redonda, reprochándole que en fecha reciente criticara unas
declaraciones de Pablo Iglesias sobre el posible envío de soldados
españoles a combatir el yihadismo en África, en las que el líder de
Podemos advertía «Ojo, que nuestros soldados podrían volver en cajas de madera».
Y a eso respondía Javier, con absoluta sensatez, que volver en cajas de
madera es, precisamente, uno de los inconvenientes naturales que tiene
ser soldado, desde que el mundo y las guerras existen; y que objetar eso
es como recomendar que los bomberos no apaguen incendios porque las
llamas pueden quemarlos, o que los policías no se enfrenten a
atracadores ni asesinos porque los malos pueden pegarles un tiro.
Pues, en fin. Oigan. Tan lógicos razonamientos han sido vituperados
en las redes sociales, llamando a Javier militarista, a sus años y con
su currículum, por decir que los soldados están para ser soldados como
su propio nombre indica, no para causas humanitarias. Lo que demuestra,
como tantas otras cosas, que cada vez nos alejamos más de la realidad real de
las cosas, para introducirnos gozosamente en un mundo idiota donde de
la obviedad hacemos una noticia, y además discutimos sobre ella.
Imaginen un mundo en el que si, por ejemplo, nos invade un ejército
islámico desde el sur o de donde sea -lo del norte empieza a ser
posible- no podamos defendernos porque nuestros líderes opinan que bajo
ningún concepto deben morir soldados en combate. O un mundo donde no
puedan usarse palabras para definir cosas, porque esas palabras -ocurre
con casi todas- también tienen lectura peyorativa. Textos, en fin,
donde soldado (protestarían los antimilitaristas), divorcio (protestarían los divorciados), ruina (protestarían los arruinados), mugre (protestarían los mugrientos) y millones de otras palabras quedaran proscritas, para no irritar a nadie. Ni siquiera imbécil podría utilizarse, para no ofender a los millones de imbéciles en que nos estamos convirtiendo todos.
http://www.perezreverte.com/articulo/patentes-corso/1075/imbeciles-sin-fronteras/
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