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  unidad de la nación está permanentemente amenazada por una serie 
  de fuerzas de tendencia centrífuga: los partidos políticos, las 
  corrientes regionalistas y las clases sociales. De todas estas fuerzas susceptibles 
  de convertirse en un peligro para la existencia de la nación, cuando 
  se corrompen y degeneran, las mayores perturbaciones son provocadas por la lucha 
  de clases. La importancia que ha adquirido esta lucha en nuestros días 
  no se debe a la enorme masa obrera que apareció en cada nación 
  como consecuencia del proceso de industrialización del mundo entero, 
  sino especialmente al desplazamiento de su centro de gravedad. La lucha de clase 
  ya no se desarrolla hoy día dentro de las fronteras de un país, 
  sino que es explotada por un movimiento con carácter internacional, el 
  comunismo, cuya meta final. es la dominación de toda la tierra.
José 
  Antonio reconoce que la crítica hecha del liberalismo político 
  por el socialismo es justa. El Estado democrático no ampara al ciudadano 
  en el campo de la competencia económica. Este tipo de Estado se contenta 
  con proclamar la libertad del trabajo y de todas las relaciones económicas; 
  pero no se preocupa de la condición particular de cada ciudadano, de 
  su resistencia económica, del capital con el cual entra cada uno en esta 
  lucha. En un Estado demoliberal, el obrero se encuentra en iguales condiciones 
  de trabajo que una persona poseedora de una fortuna inmensa. De esta lucha desigual, 
  el obrero está condenado a salir permanentemente derrotado. En la teoría, 
  el obrero puede emplearse donde le parezca y en las condiciones que él 
  crea aceptables para sus propios intereses; pero en la práctica se convierte 
  en esclavo de aquellos que poseen el capital. El hambre, la falta de medios 
  económicos, le obligan a aceptar el primer empleo que se le ofrece.
La 
  libertad de que goza el obrero en el sistema económico capitalista es 
  ilusoria. En realidad, esta libertad no beneficia más que al capitalista. 
  El obrero no tiene recurso alguno para defenderse contra aquellos que poseen 
  los medios de producción. Una retribución justa para su trabajo 
  le está prohibida. Como subraya José Antonio: «El obrero 
  aislado, titular de todos los derechos en el papel, tiene que optar entre morirse 
  de hambre o aceptar las condiciones que le ofrezca el capitalista, por duras 
  que sean» (56). En esta lucha, el Estado demoliberal no interviene. Es 
  una cuestión que no entra dentro de sus atribuciones. El liberalismo 
  político ofrece al obrero derechos y libertades, pero lo abandona a la 
  explotación económica del capitalista.
El 
  capitalismo es responsable en las épocas de prosperidad de la proletarización 
  de la nación, y cuando está agotado por alguna crisis, los daños 
  los pagan siempre los obreros. Las fábricas cierran sus puertas, y millones 
  de hombres quedan sin trabajo. Los proletarios bajan así un peldaño 
  más en la escalera social: se convierten en parados.
La 
  justicia social se ha convertido en un imperativo de nuestros días. El 
  problema social no se puede ni ignorar ni falsificar. Existe una clase de hombres 
  que viven en la miseria, en la periferia de las grandes ciudades, y están 
  buscando una vida mejor.
Una 
  de las soluciones del problema es la indicada por el marxismo. Esta doctrina 
  sostiene que la emancipación económica de la clase obrera no se 
  puede efectuar más que en el plan internacional. La injusticia social 
  desaparecerá del mundo solamente por el esfuerzo común de todas 
  las clases explotadas, de todos los países. Los obreros deberían 
  unirse en un frente común contra un enemigo de clase, el único 
  y lo mismo en todos los países. Para tener éxito en su lucha, 
  ésta tiene que extenderse al mundo entero. El proletariado victorioso 
  edificará entonces, sobre las ruinas de los Estados actuales, el imperio 
  mundial de la justicia social, que el comunismo pretende representar de manera 
  exclusiva.
La 
  lucha de clase no es un fenómeno específico de nuestra época. 
  Aparece en el mundo junto con la Historia junto con la organización de 
  la sociedad política. La innovación que aporta el marxismo consiste 
  en sacar la lucha de clase del cuadro nacional y ponerla bajo un mando internacional. 
  Según su doctrina, los obreros del mundo entero estarían enlazados 
  los unos a los otros por intereses mucho más poderosos que aquellos que 
  les unen a sus países. El hecho de pertenecer a una clase sería 
  mucho más importante que el de pertenecer a una nación; el obrero 
  de una nación estaría mucho más cerca, política 
  y espiritualmente, al obrero de otra nación que a su propio connacional 
  de otro origen social. La Humanidad tendría una fisonomía distinta 
  de la que conocemos hasta ahora: en toda la extensión de la tierra estaría 
  constituida por una clase poseedora y la clase de los explotados. Las naciones 
  no serían más que variedades secundarias del género humano.
El 
  comunismo provoca una escisión artificial entre lo nacional y lo social. 
  Desplaza la clase social del cuadro de la nación y la trata como si fuera 
  un organismo mucho más importante que las naciones. Procede como si, 
  arrancando el corazón y los pulmones de un organismo biológico, 
  se pretendiese que toda la vida se resume en ellos y que pueden vivir aislados. 
  Bajo el pretexto de introducir un nuevo orden social, de hacer justicia a las 
  víctimas del capitalismo, se atenta a la integridad misma de las naciones. 
  El hombre es reducido al estado de un animal social. El ideal comunista es el 
  de una Humanidad amorfa, en la cual estaría apagado hasta el recuerdo 
  de una vida nacional.
Corneliu 
  Codreanu, José Antonio y todos los nacionalistas del mundo eligen otro 
  camino para solucionar el problema obrero. Ellos se oponen con todas sus energías 
  a esta solución abominable, obra de un cerebro demente o satánico. 
  Para realizar la justicia social no es imprescindible hacer volar al aire todas 
  las instituciones del pasado. El camino de las reivindicaciones obreras no pasa 
  obligatoriamente por encima del cadáver de la Patria. Es tan absurdo 
  -decíamos en otro trabajo- como si se pretendiese que prendiendo fuego 
  a una casa se arreglase una puerta o una ventana estropeada. La injusticia social 
  indica el mal funcionamiento del organismo nacional. Es suficiente restablecer 
  su buen funcionamiento para que la injusticia social desaparezca. La mejoría 
  del nivel de vida de la clase obrera se puede realizar perfectamente respetando 
  los límites nacionales. Nada nos obliga a sacrificar la Patria. Es absurdo 
  que, a causa de un grupo de individuos anárquicos e irresponsables que 
  detentan los medios de producción y rehusan hacer justicia al obrero, 
  aniquilemos los esfuerzos milenarios de un pueblo.
La 
  Patria está por encima de las reivindicaciones sociales. Ella representa 
  el sentido histórico de la existencia del hombre. Una revolución 
  social no puede venir desde fuera. Ella debe efectuarse sobre la plataforma 
  de la nación. Sólo la nación tiene el derecho de hacer 
  revoluciones. Cuando interviene una fuerza extranjera en una acción revolucionaria, 
  se atacan los derechos de la nación y se es infiel a la misma revolución; 
  y los que se sirven de dicha fuerza para destruir el orden interno no son más 
  que traidores de la Patria. Los partidos comunistas, que están a las 
  órdenes de una potencia extranjera, no son partidos nacionales. Por eso, 
  un Estado consciente de su misión sólo puede tratarlos como a 
  un ejército extranjero invasor del territorio nacional.
«No 
  permitimos a nadie -dice Corneliu Codreanu respecto a este asunto- que levante 
  sobre la tierra rumana otra bandera que la de nuestra historia nacional. Por 
  grande que sea la razón de la clase obrera, no le es lícito levantarse 
  por encima y contra las fronteras de nuestro país. No admitirá 
  nadie que por tu pan arrases y entregues en manos de una nación extranjera 
  de banqueros y usureros, todo lo que fue ahorrado por los esfuerzos dos veces 
  milenarios de una estirpe de trabajadores y de valientes. Tu justicia dentro 
  de la justicia de la estirpe. No se admite que para tu justicia destruyas la 
  justicia de tu nación» (57).
Comentando 
  la revolución de Asturias, del mes de octubre de 1934, José Antonio 
  subraya que su gravedad reside especialmente en la intervención de una 
  potencia extranjera. Los soldados que han ahogado aquella revolución 
  no han defendido el orden burgués, como afirmaban los partidos conservadores, 
  sino las permanencias de España, amenazadas por el marxismo. Admira el 
  valor de los mineros de Asturias y deplora al mismo tiempo que se han dejado 
  engañar por los agentes de la internacional comunista: «No empleéis 
  vuestro magnífico coraje en luchas estériles. Haced que os depare, 
  además de la justicia y el pan, una Patria digna de vuestros padres y 
  de vuestros hijos» (58).
La 
  lucha obrera para un porvenir mejor es legitima cuando se mantiene dentro del 
  cuadro nacional. Todo el que se asocia con una potencia extranjera -no importa 
  el motivo de su lucha- infringe la disciplina nacional y la reacción 
  de un Estado consciente de su misión es inevitable. Pero esta norma debe 
  regir para todas las clases sociales. La clase poseedora es igualmente antinacional 
  cuando invoca a la Patria, a la tradición, a la autoridad, al interés 
  nacional, sólo para defender su propio interés de clase, prolongando 
  un régimen social injusto. Atrincherándose al amparo de la autoridad 
  del Estado, en posiciones económicas privilegiadas, la clase adinerada 
  impulsa a las masas a caer en el pecado de rebelarse contra su propia Patria. 
  Esta clase tiene una gran responsabilidad en la orientación extranacional 
  de las fuerzas obreras. Cuando los dirigentes de un Estado hacen un llamamiento 
  a los sentimientos patrióticos del obrero para respetar el régimen 
  de solidaridad nacional, no se pueden sustraer ellos mismos de este deber. La 
  Patria no puede tener significados distintos según las diversas clases 
  de ciudadanos que la constituyen.
Corneliu 
  Codreanu condena aquella clase de obreros que en nombre de la justicia social 
  se levantan contra su propia Patria, pero con la misma vehemencia se dirige 
  también contra todos los que abusan del poder que detentan en el Estado 
  para mantener una organización económica injusta: «Pero 
  tampoco admitiremos que al amparo de las fórmulas tricolores -refiriéndose 
  a la bandera nacional- se instale una clase oligárquica y tiránica 
  a costa de los obreros de todas las categorías y les despelleje literalmente, 
  pregonando sin cesar los nombres de Patria -a la que no quiere-, de Dios -en 
  el que no cree-, de la Iglesia -en la que no entra nunca - y del Ejército 
  -al que envía a la guerra sin armas» (59).
José 
  Antonio niega a los partidos burguesesconservadores el derecho a erigirse en 
  defensores de los valores espirituales de la Patria cuando al amparo de grandes 
  palabras encubren intereses de clase: «Las derechas invocan. grandes cosas: 
  la patria, la tradición, la autoridad ... ; pero tampoco, son auténticamente 
  nacionales... Si las derechas, (donde todos estos privilegios militan) tuvieran 
  un verdadero sentido de la solidaridad nacional, a estas horas ya estarían 
  compartiendo, mediante el sacrificio de sus ventajas materiales, la dura vida 
  de todo el pueblo. Entonces sí que tendrían autoridad moral para 
  erigirse en defensores de los grandes valores espirituales. Pero mientras defienden 
  con uñas y dientes el interés de clase, su patriotismo suena a 
  palabrería; serán tan materialistas como los representantes del 
  marxismo» (60).
La 
  clase capitalista -especialmente los poseedores del gran capital financiero- 
  dañan también a la nación, de otra forma. Su tendencia 
  es desplazar el centro de gravedad de sus negocios fuera de las fronteras del 
  país. «El gran capitalismo es internacional -dice José Antonio-; 
  «cuando recibe un golpe en un país, cubre las pérdidas con 
  lo que en otros países gana» (61). Al no poseer una residencia 
  fija, el gran capital no puede tener apego a ninguna nación. El capital 
  financiero no tiene Patria. Emigra de un país a otro y crea constantemente 
  a su favor una red de intereses que se sobreponen a los intereses de los distintos 
  países. «Llega el momento -afirma Corneliu Codreanu- en el cual 
  los partidos políticos no representan más la nación, sino 
  los intereses de la finanza internacional (62). A semejanza del comunismo, el 
  gran capital rompe el cuadro de la nación, creando estructuras supranacionales 
  y antinacionales.
Advirtiendo 
  el doble peligro que representa para los intereses de la nación el gran 
  capital financiero, José Antonio preconiza una serie de reformas destinadas 
  a reintegrarlo al control del Estado nacional. Sus adversarios, pertenecientes 
  a los partidos burgueses-conservadores, lo atacan de una manera cobarde. Lo 
  acusan de tendencias bolcheviques. Corneliu Codreanu sufrió las mismas 
  invectivas por parte de los partidos políticos, porque pedía que 
  el país se asentase sobre una base socialeconómica más 
  justa (63).
José 
  Antonio da a sus calumniadores una réplica magistral. Primero se pregunta 
  ¿qué es el bolchevismo? Es una actitud materialista frente a la 
  vida. En último análisis, el bolchevismo significa la materialización 
  de la vida, la extirpación en el alma de los pueblos de todo lo que representa 
  un residuo espiritual: Religión, Patria, Familia. El antibolchevismo 
  no puede ser más que la posición desde la cual se mira el mundo 
  bajo el signo de lo espiritual Bolchevique -concluye José Antonio- «lo 
  es todo el que aspira a lograr ventajas materiales para sí y para los 
  suyos, caiga lo que caiga; antibolchevique es el que está dispuesto a 
  privarse de goces materiales para sostener valores de calidad espiritual (64). 
  Los representantes del mundo capitalista, que encuentran su suprema satisfacción 
  en la acumulación de fortunas superfluas, son los partidarios de la interpretación 
  materialista del mundo y, como tales, los compañeros de los bolcheviques 
  y verdaderos bolcheviques. «Y con un bolcheviquismo de espantoso refinamiento: 
  el bolcheviquismo de los privilegiados» (65). El estado nacionalsindicalista 
  se apoyará sobre el trabajo y derrumbará el mito de oro que sofoca 
  a España y a los españoles.
Corneliu 
  Codreanu ostenta la misma reacción frente al bolcheviquismo disfrazado 
  bajo otras formas de materialismo: «No negamos, y no negaremos nunca, 
  la necesidad de la materia en el mundo, pero negamos y negaremos siempre su 
  derecho al dominio absoluto. Atacábamos, pues, a una mentalidad en la 
  cual el becerro de oro era considerado como el centro y el sentido de la vida. 
  La única fuerza moral, en los primeros tiempos de nuestra acción, 
  la hemos encontrado en nuestra fe, inquebrantable, en que solamente apoyándonos 
  en la armonía originaria de la vida -subordinación de la materia 
  al espíritu- venceremos las adversidades y llegaremos a la victoria en 
  contra de las fuerzas satánicas, coligadas para destrozarnos» (66).
La 
  tajante réplica de José Antonio no es una polémica baladí. 
  Se refiere a una situación real. El criterio recomendado por él 
  para diagnosticar la infección bolchevique dentro del organismo nacional 
  conserva su intacta validez en la actualidad. El mundo occidental se halla tan 
  intoxicado por el marxismo, que no se da cuenta que ha llegado a pensar en categorías 
  marxistas; no se da cuenta de que ha consentido que toda la lucha se desarrolle 
  en el plano ideológico del adversario. Al materialismo marxista no se 
  le opone hoy día una actitud espiritual, sino que se le contesta con 
  otra afirmación materialista de principios, con otra clase de materialismo.
Si 
  se hiciera una encuesta entre los hombres políticos del Occidente, preguntándoles 
  en qué residen las divergencias entre el Este y el Oeste, la mayoría 
  no dudaría en afirmar que en la base de aquéllas se halla la distinción 
  de estructura económica entre los dos bloques: la sociedad de tipo capitalista 
  se enfrenta con la sociedad de tipo comunista. Este juicio tiene sus orígenes 
  en la dialéctica materialista de la Historia. Quien afirma que la lucha 
  se da entre el capitalismo y el comunismo, acepta implícitamente la tesis 
  marxista, que explica todos los acontecimientos históricos por los cambios 
  que se efectúan en el sistema de producción de la sociedad. El 
  Occidente se distinguiría en su constitución política del 
  bloque comunista sólo porque la forma de producción es otra. Las 
  diferencias de orden político son provocadas por la infraestructura económica 
  distinta de estos países. No son las libertades humanas que se enfrentan 
  con la esclavitud, no es la Iglesia que se enfrenta con los que quieren arrancar 
  a Dios de las almas, no son los pueblos que se enfrentan con el imperialismo 
  soviético, sino que toda la lucha se reduce a un conflicto entre dos 
  sistemas económicos.
Nos 
  hallamos delante de una formidable operación de desvío ideológico 
  en favor del comunismo. Contentándose con la explicación servida 
  por el enemigo, el Occidente se expone a los más grandes peligros, porque 
  pierde de vista la parte esencial de la lucha en que se ha comprometido. Los 
  objetivos del comunismo son mucho más profundos que la implantación 
  de un nuevo orden económicosocial. La lucha entre los dos sistemas económicos 
  constituye sólo una faceta, una cortina de humo detrás de la cual 
  se ocultan intenciones mucho más terribles. Lo que realmente debe preocuparnos 
  en el comunismo es el impulso satánico de esta revolución. El 
  Estado soviético es una proyección total del mal en la Historia. 
  Nada de lo que hoy día forma los fundamentos de la vida humana quedaría 
  en pie, en la eventualidad de una victoria comunista total en el mundo. Todos 
  los valores multimilenarios que han asegurado hasta ahora el equilibrio en la 
  sociedad humana -la Religión, la Nación, la Propiedad, la Familia, 
  el Derecho, la Moral, la Persona humana-, todos están destinados a desaparecer 
  asesinados por los partidarios de la ideología marxista.
Los 
  verdaderos anticomunistas no se sitúan sobre una posición materialista, 
  no hacen el juego a los adversarios declarándose los defensores de un 
  sistema económico contra otro sistema económico. «Nosotros 
  somos también anticomunistas -dice José Antonio-, pero no porque 
  nos arredre la transformación de un orden económico en que hay 
  tantos desheredados, sino porque el comunismo es la negación del sentido 
  occidental, cristiano y español de la existencia» (67).
Corneliu 
  Codreanu también ve en el comunismo, ante todo, una calamidad de orden 
  moral y espiritual: «El triunfo del comunismo en Rumania significaría: 
  supresión de la Monarquía, disolución de la Familia, desaparición 
  de la propiedad privada y la pérdida de la libertad. Significaría 
  nuestro despojo de todo lo que forma el patrimonio moral de la Humanidad y, 
  al mismo tiempo, la pérdida de todos los bienes materiales» (68).
El 
  marxismo no es un sistema económico-social. Es la negación total 
  del hombre. Tiende a la extirpación del alma humana, de los más 
  profundos y sacros vestigios de espiritualidad y de vida libre. José 
  Antonio ha presentado en expresiones estremecedoras la vida de infierno que 
  prepara el comunismo a la Humanidad: «Si la revolución socialista 
  no fuera otra cosa que la implantación de un nuevo orden en lo económico, 
  no nos asustaríamos. Lo que pasa es que la revolución socialista 
  es algo mucho más profundo. Es el triunfo de un sentido materialista 
  de la vida y de la Historia; es la sustitución violenta de la Religión 
  por la irreligiosidad; la sustitución de la Patria por la clase cerrada 
  y rencorosa; la agrupación de los hombres por clases, y no la agrupación 
  de los hombres de todas las clases dentro de la Patria común a todos 
  ellos; es la sustitución de la libertad individual por la sujeción 
  férrea a un Estado que no sólo regula nuestro trabajo, como un 
  hormiguero, sino que regula también, implacablemente, nuestro descanso. 
  Es todo esto. Es la venida impetuosa de un orden destructor de la civilización 
  occidental y cristiana; es la señal de clausura de una civilización 
  que nosotros, educados en sus valores esenciales, nos resistimos a dar por caducada» 
  (69).
Para 
  evitar la caída de la nación bajo el dominio del comunismo, no 
  es suficiente proclamarse uno anticomunista, aunque quisiéramos comprender 
  bajo esta denominación lo que es justo que se entienda: la lucha por 
  la defensa de la civilización cristiana. Frente a una creencia, a una 
  mística, que ha logrado convertirse en el polo de atracción de 
  las masas obreras, no se puede oponer una negación. El ideal comunista 
  sólo puede ser combatido con éxito oponiéndole otro ideal, 
  otra creencia, otra mística que sobrepuje en intensidad a la mística 
  comunista. Sólo un movimiento político dotado con una fuerza de 
  atracción superior a la agitación comunista puede reintegrar a 
  los obreros en el seno de la Patria. Todo el problema de la lucha anticomunista 
  en un país libre se reduce en el fondo a lo siguiente: encontrar una 
  fórmula política dinámica que arranque a los obreros del 
  ambiente marxista y les convierta en militantes de la nación. «La 
  única solución -afirma José Antonio- es que estas fuerzas 
  proletarias pierdan su orientación internacional o extranacional y se 
  conviertan en una fuerza nacional que se sienta solidaria de los destinos nacionales» 
  (70).
Los 
  antiguos partidos políticos no tienen fuerza para reintegrar a las masas 
  obreras en la nación, porque ellos mismos defienden intereses de clase. 
  Mediante este egoísmo de clase alimentan los conflictos sociales y provocan 
  la deserción de los obreros del frente nacional. Al asalto marxista, 
  ellos no pueden oponer otra cosa que una actitud de inmovilidad política, 
  funesta no sólo para los partidos, sino para la nación entera. 
  No son capaces de una movilización de las energías nacionales 
  contra el comunismo, porque no están iluminados por una gran fe. Les 
  falta el ímpetu y la generosidad. Sólo los movimientos nacionales 
  pueden oponer a la aspiración revolucionaria del comunismo otra aspiración 
  revolucionaria capaz de llenar la grieta operada en el edificio de la nación. 
  Sólo ellos pueden realizar la síntesis entre lo social y lo nacional, 
  porque sólo ellos se dirigen al país desde el centro de interés 
  de la nación entera. Un movimiento no representa intereses subalternos; 
  no une su destino a una clase o a un grupo de individuos; abraza los intereses 
  de todas las clases sociales.
Los 
  dos fundadores tratan el problema obrero desde un punto de vista superior a 
  la lucha de clases. Para ellos lo social no es más que un aspecto de 
  lo nacional. La separación entre las dos nociones es artificial. Siendo 
  las clases sociales subdivisiones de la nación, las dificultades de convivencia 
  entre ellas se eliminan buscando la solución en función de las 
  necesidades del organismo entero. La lucha de clases modifica completamente 
  su carácter si se enfoca desde la perspectiva de la nación. La 
  nación no tiene ningún interés en que una parte de sus 
  miembros vivan en la miseria, ya que -dice Corneliu Codreanu- «la nación 
  encuentra apoyo igual entre los ricos y los pobres» (71). La elevación 
  del nivel de vida de la población no es sólo una cuestión 
  de justicia social. Es una cuestión nacional. Sólo cuando se salva 
  a las masas de la miseria y de la ignorancia, el genio de un pueblo se puede 
  desarrollar en su plenitud. Su base de creación se ensancha abarcando 
  también las filas anónimas de la población.
El 
  interés de la nación es que desaparezca la plaga de los sufrimientos 
  materiales. La pobreza constituye un peso muerto en la lucha diaria que sostiene 
  la nación para realizar su destino. Una nación azotada siempre 
  por el hambre y por faltas materiales es una nación encadenada. No se 
  puede emancipar de las necesidades cotidianas para consagrar sus energías 
  a la cultura y a la historia. La justicia social es un derecho del individuo, 
  derivado de la mera pertenencia a una comunidad política. Las aspiraciones 
  de los obreros se integran en la aspiración total de la Patria. «El 
  bienestar de cada uno -dice José Antonio- de los que integran el pueblo 
  no es interés individual, sino interés colectivo, que la comunidad 
  ha de asumir como suyo hasta el fondo, decisivamente. Ningún interés 
  particular justo es ajeno al interés de la comunidad» (72).
José 
  Antonio y Corneliu Codreanu piden que sea sobrepasada la lucha de clases en 
  nombre de una realidad que abarca los intereses de todos. Tanto la clase obrera 
  como la clase adinerada son culpables ante la nación, porque los unos 
  como los otros tienen la tendencia a subordinar la nación a sus intereses 
  de clase. Pero la nación tiene sus fines propios, independientes de los 
  fines individuales, independientes de los fines de partido y de los fines de 
  las clases que la constituyen.
Todas 
  estas categorías sociales deben dar primacía a los intereses de 
  la nación, que, a su vez, les tomará a todos bajo su protección. 
  Ella cuida de los intereses de todos como si se tratara de sus propios intereses. 
  Debe cesar la rivalidad entre el patrono y el obrero para dejar sitio a su cooperación 
  en el conjunto de la producción nacional. De la absurda lucha entre el 
  patrono y el obrero no puede aprovecharse más que el comunismo. Los patronos 
  serán desposeídos de sus bienes y los obreros serán despojados 
  de su libertad para ser rebajados a esclavos del capitalismo de Estado, tal 
  como ha ocurrido en todos los países que han caído bajo la dominación 
  comunista.
¿Cómo 
  pueden ser convencidas las clases sociales para que renuncien a sus egoísmos 
  y se integren en la comunidad nacional? La tarea no es fácil. Sus intereses 
  representan algo vivo, concreto, palpable, mientras que la nación representa 
  algo muy lejano, una imagen vaga, que sale fuera de las preocupaciones comunes 
  de la vida. El impulso para la confraternidad sólo puede venir cuando 
  se actualiza el destino histórico de la nación Sólo cuando 
  se proyecta sobre la pantalla de la conciencia nacional una gran misión 
  histórica, las clases se desprenden de su egoísmo, y tanto el 
  rico como el pobre están dispuestos a hacer sacrificios por la Patria. 
  Al impulso destructivo del marxismo hay que oponer el impulso creador de la 
  nación. Para atraerse a las masas populares hay que infundirles el sentido 
  nacional de la existencia bajo una forma accesible a su comprensión y 
  a su imaginación. Sólo la visión del destino nacional puede 
  salvar la integridad de la Patria. A las masas se les debe insuflar el gusto 
  de las grandes realizaciones históricas. Entonces serán fieles 
  a la Patria, entonces olvidarán sus sufrimientos y serán capaces 
  de sacrificios ilimitados. Las masas no exigen lo imposible de sus dirigentes. 
  Sólo piden que su esfuerzo tenga un sentido, que sea realizado en provecho 
  de la comunidad nacional.
Lo 
  social y lo nacional no pueden fusionarse más que bajo el techo de la 
  Patria espiritual. La aspiración total de la nación debe convertirse 
  en la aspiración de la clase obrera. Solamente por el empeño de 
  la nación entera en una empresa colectiva se puede superar la lucha de 
  clases. «Contra la anti-España roja sólo una gran empresa 
  nacional puede vigorizarnos y unirnos. Una empresa nacional de todos los españoles. 
  Si no la hallamos -que sí la hallaremos, nosotros ya sabemos cuál 
  es-, nos veremos todos perdidos» (73). «No cabe convivencia fecunda, 
  sino a la sombra de una política... que sirva únicamente al destino 
  integrador y supremo de España» (74).
Supongamos 
  ahora que mediante un feliz conjunto de circunstancias lográramos organizar 
  una base humana de existencia para el pueblo entero. Esta conquista de orden 
  económico y social no defiende a una nación del peligro de su 
  desintegración. La justicia social no crea automáticamente buenos 
  ciudadanos y buenos patriotas. El motivo es bien conocido y se relaciona con 
  la psicología del hombre. Las necesidades materiales del hombre tienden 
  a aumentar infinitamente. Nunca se dará por satisfecho con lo que posee. 
  Siempre verá injusticias cuando compare su situación material 
  con la de las personas mejor situadas que él. En vano buscaremos la paz 
  social sólo en la satisfacción de las necesidades materiales, 
  por generosa que sea la actitud de la nación hacia el individuo. Para 
  que la justicia social no se transforme en una fuente continua de descontentos, 
  debe ser realizada con vistas a un fin más alto: La armonía total 
  en el seno de una nación «no puede surgir sino de la comunidad 
  de ideales», dice Corneliu Codreanu (77).
La 
  pasión de poseer se aplaca y el alma se serena cuando la vida del hombre 
  está anclada en una realidad que pueda disminuir el interés por 
  los bienes materiales. José Antonio sintetiza esta posición en 
  la siguiente proposición: «Por eso la Falange no quiere ni la Patria 
  con hambre ni la hartura sin Patria: quiere inseparable la Patria, el pan y 
  la justicia» (78).
Es 
  un grave error creer que el obrero sólo tiene por aspiración la 
  de ser bien retribuido. No se le puede integrar en el Estado ni se le puede 
  conquistar para la nación, por excelentes que sean las condiciones materiales 
  que se le ofrezcan. Esto no basta para satisfacer sus aspiraciones. En Francia, 
  en Italia, en otros países, los obreros gozan de un alto nivel de vida. 
  Viven como pequeños burgueses; tienen unos salarios superiores a los 
  funcionarios del Estado y, sin embargo, su adhesión al partido comunista 
  continúa siendo elevada. ¿Cómo se explica este fenómeno? 
  Ahora no es la miseria la que empuja a los obreros hacia el comunismo. ¿Qué 
  es entonces? ¿Qué les determina a perpetuar su enemistad hacia 
  la nación?
El 
  obrero quiere algo más que un trozo de pan. Quiere salir de la categoría 
  de paria de la sociedad y ser considerado como un ciudadano igual a los demás 
  ciudadanos. Quiere convertirse en un miembro respetado de la comunidad política 
  y en esta calidad, que se le resuelva también la cuestión de su 
  existencia material. La falta de consideración con que es tratado por 
  las demás clases sociales le hiere más profundamente que la falta 
  de un pan mejor.
Para 
  el obrero, el Estado representa un instrumento de represión social, que 
  defiende los intereses de la clase explotadora. El obrero quiere que el Estado 
  se convierta en una casa abierta para todos, en la cual pueda ser recibido con 
  su parte de responsabilidad, de derechos y de beneficios. «Hay que tratar 
  la cuestión profundamente y con toda sinceridad -dice José Antonio- 
  para que la obra total del Estado sea también obra de la clase proletaria. 
  Lo que no se puede hacer es tener a la clase proletaria fuera del poder» 
  (79).
Corneliu 
  Codreanu pide que el obrero sea elevado a la dignidad de ciudadano: «El 
  Movimiento Legionario dará a los obreros algo más que un programa, 
  algo más que un pan más blanco, algo más que una cama mejor. 
  Dará a los obreros el derecho de sentirse dueños de su país, 
  igual que los demás rumanos. El obrero andará con paso de amo, 
  no de esclavo, en las calles llenas de luces y de lujo, donde hoy no se atreve 
  a alzar su mirada. Por primera vez sentirá el gozo, el orgullo de ser 
  amo, de ser el amo de su país» (80).
 
 
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