Analizar el Nacionalsindicalismo
como alternativa real y posible al sistema económico capitalista requiere
hacer un pequeño sacrificio: estudiar el capitalismo y sus fallos
fundamentales. Esta tarea nos servirá para comprender mejor la necesidad de un
nuevo sistema económico y monetario mucho más justo, un sistema que no puede
ser otro que el sindicalista del que explicaré las características
fundamentales. Además de esto, terminaré mi exposición apuntando una serie
de ideas en un terreno tan importante como totalmente inexplorado en el
Nacionalsindicalismo, y en el que modestamente creo ser el único hasta ahora
que ha tenido el atrevimiento –o la osadía, con los riesgos que ello supone–
de hacer propuestas concretas: cómo realizar una transición económica desde
el capitalismo.
¿QUÉ ES EL CAPITALISMO?
Para empezar se impone definir
con brevedad, pero al mismo tiempo con precisión, lo que es el capitalismo.
Sus defensores siempre dan de él unas definiciones que sólo resaltan los
aspectos positivos del mismo y que suelen omitir los negativos. El Premio Nobel
de Economía Paul A. Samuelson nos da una definición cuanto menos curiosa: “La
capacidad de los individuos para poseer capital y beneficiarse de él es lo que
da su nombre al capitalismo”. Esta es la definición que nos ofrece en su
universalmente conocida obra “Economía”, texto fundamental en todo el mundo y
con el cual yo mismo estudié economía en la universidad. Samuelson nos
plantea en su definición dos cosas que deberían movernos a la reflexión. En
primer lugar nos habla de una supuesta posesión privada del capital que
resulta engañosa por muchas razones: confunde la propiedad privada con la
propiedad capitalista (que, como veremos más adelante, es esencialmente anónima);
da por sentado un derecho general a la posesión del capital y a beneficiarse
de él por parte de todos los individuos, lo cual poco o nada tiene que ver con
la dinámica capitalista que opera precisamente en sentido contrario (tendencia
a la concentración de capitales); etc. Se trata, pues, de un sofisma que, sin
embargo, no oculta una realidad que sí es típicamente capitalista: el
individualismo, el egoísmo individual como nota esencial y definidora de dicho
sistema económico y el materialismo como principio filosófico del mismo. Para
los nacionalsindicalistas, empero, esta definición no es en absoluto aceptable
por insuficiente y parcial.
El capitalismo es un sistema
económico basado en la supremacía del capital (entendido como conjunto de
bienes cuyo destino es producir), siendo el dueño de éste el titular de los
medios de producción. Se trata pues de un régimen de propiedad social y de
relación laboral basado en la “sociedad anónima” que, por tanto, no da valor
al trabajo como fuente ineludible de producción y propiedad, sino como uno
más de los factores de la producción.
La base de todo ello está, por
un lado, en el sistema de salariado, y por consiguiente en la relación
bilateral del trabajo, y por otro, y como consecuencia lógica, en el sistema
de interés.
El mercado libre se propugna como
la fórmula ideal de distribución de los productos y de fijación de los
precios según la ley de la oferta y la demanda, y surge “la bolsa” como lugar
en el que compran y venden las acciones, obligaciones, deuda pública y
divisas.
La agonía del liberalismo,
especialmente tras el crack de 1929, supuso la introducción de mecanismos
ajenos a la filosofía liberal (variante keynesiana o “estado del bienestar”),
pero que se mostraron imprescindibles para apuntalar el sistema económico
capitalista. Es así como se acepta el papel del Estado como un agente activo
en la economía para la corrección de los desajustes (algo inadmisible para un
verdadero liberal).
ALGUNAS ACLARACIONES NECESARIAS
Pero llegados a este punto
conviene aclarar una serie de conceptos como el de economía, así como que
otros como los de capitalismo, liberalismo, neoliberalismo, libre mercado o
globalización económica no son ni muchísimo menos equivalentes.
La economía, según la
definición académica del ya citado Paul A. Samuelson, “es el estudio de la
manera en que las sociedades utilizan los recursos escasos para producir
mercancías valiosas y distribuirlas entre los diferentes individuos”. Sin
embargo esta definición, por muy académica que sea, es sumamente imperfecta
desde el momento mismo en que se ciñe al concepto de escasez. Es cierto que
hay bienes escasos, como sucede con los metales preciosos, pero no es menos
cierto que otros bienes son abundantes (recordemos que los alimentos que se
producen en el mundo, por ejemplo, no sólo son más que suficientes para
alimentar a todos los habitantes del planeta, sino que incluso se destruyen
excedentes para mantener los precios del mercado de los mismos dentro de
ciertos límites; en este caso lo relevante no es la escasez, sino el problema
de la distribución). Es decir, que no sólo la escasez, sino ¡también la
abundancia resulta ser un problema económico! Y no sólo eso, el profesor
Samuelson (y todos los economistas que siguen sus planteamientos) sostiene que
si lo relevante no fuera el concepto de escasez, los bienes serían gratuitos,
lo que es a todas luces falso. Con sus ejemplos de las arenas del desierto o
del agua del mar como bienes abundantes, y por ello no económicos, olvida algo
esencial: un bien económico puede ser abundante e incluso ilimitado y, al
mismo tiempo, ser un bien económico. Para ello basta con que el acceso a ese
bien tenga ciertas limitaciones o esté sujeto a ciertos condicionamientos,
como es el caso de la misma arena cuando se necesita para la construcción (lo
que requiere su transporte, distribución, etc.) o del agua no sólo potable,
sino incluso la misma marina cuando se necesita y debe ser desalada, por
ejemplo. Además, ¿cómo puede decirse que los bienes ilimitados son por
definición bienes no económicos? Eso significaría, por ejemplo, que las
energías renovables e ilimitadas (la solar, la eólica, la maremotriz, etc.)
estarían al margen de la economía, lo cual es absurdo. Además, la
definición clásica de la economía no resalta como es debido un aspecto
fundamental: el aumento de la productividad lleva consigo necesariamente un
aumento constante de la producción de bienes económicos y de los productos
financieros (muchos de ellos completamente ficticios). Y es que una cosa es la
escasez y otra muy diferente las limitaciones de la producción y del acceso a
los bienes, lo cual no significa que necesariamente esos bienes no existan y
deban ser producidos o que sean escasos.
Respecto al liberalismo
económico, tiene su origen en 1776, cuando Adam Smith publicó su libro
“Investigación sobre la naturaleza y causa de la riqueza de las naciones”,
donde estudia los mecanismos de fijación de precios, el funcionamiento del
mercado (donde él ve la “mano invisible” que extrae un bien común del
interés particular de los individuos, es decir, que del egoísmo individual
–extraña virtud, la verdad, y que él reconoce como motor de la economía–
surge el equilibrio que trae el bien común), etc… A él siguieron J.B. Say,
quien en 1803 formuló la “ley de los mercados” que lleva su nombre y según la
cual la oferta crea su propia demanda cuando los precios varían para
equilibrar la demanda y la oferta agregadas, D. Ricardo (1817), J.S. Mill
(1848) y A. Marshall (1890).
Estos pensadores liberales
sostienen que los precios y los salarios son flexibles, por lo que la economía
se desplaza muy deprisa a un equilibrio a largo plazo. Creen que los salarios y
los precios flexibles eliminan rápidamente cualquier exceso de oferta o
demanda y restablecen el pleno empleo y la plena utilización de la capacidad.
La política macroeconómica no puede desempeñar ningún papel corrector de
las perturbaciones reales, pues eso sería introducir elementos extraños que
alterarían las leyes económicas, aunque sí puede, mediante la política
monetaria y fiscal, influir en el nivel de precios y en el PIB real.
El liberalismo tuvo una época de
indudable esplendor, pero acabó degenerando en el fenómeno del capitalismo
salvaje (el capitalismo en realidad es muy anterior, al menos en sus
características esenciales), incumpliendo incluso sus propios principios
(estaba lejos ya aquel idílico mercado libre con numerosas ofertas y demandas
y pronto se tendió a la concentración de capitales y a las empresas
precio-determinantes (las que tienen tal poder de condicionamiento del mercado,
que pueden permitirse el lujo de imponer los precios); de la misma manera, la
teoría clásica del valor, que afirmaba que las medidas del valor son el
trabajo –esfuerzo empleado en la producción de un bien– y el cansancio –lo que
se ahorra uno con el uso de ese producto–, pronto se vio superada por la
realidad de un mercado que no tenía muy en cuenta esas medidas).
De esta distinción entre
liberalismo y capitalismo nace en buena medida la nuestra entre propiedad
privada y propiedad capitalista. Recordemos que José Antonio Primo de Rivera
consideraba que mientras la propiedad privada es un atributo elemental humano,
una proyección directa del Hombre sobre sus cosas, la propiedad capitalista es
exactamente lo contrario: la propiedad inhumana, anónima y explotadora de los
que se llevan sin trabajar la mejor parte de la producción (los intereses, los
dividendos, las rentas, etc.), utilizando el capital no como un instrumento al
servicio de la producción, sino como un instrumento técnico de dominación
económica que alcanza la categoría de factor fundamental de la producción, y
con unos supuestos derechos propios que le elevan incluso por encima del
trabajo.
En cuanto al neoliberalismo, es
una tendencia actual a volver a aquellos primeros principios del pensamiento
liberal, dada la insuficiencia del sistema para encontrar soluciones a
problemas de la envergadura del desempleo, la inflación, las burbujas
financieras, etc., soluciones que no se encuentran y que se pretenden encontrar
a cambio de grandes sacrificios. Se trata pues de una política económica, no
de un sistema económico (como lo es el capitalista).
Respecto al libre mercado, ya
hemos dicho que es una fórmula de distribución de la producción y de
fijación de los precios, por lo que tanto podría haber una intervención
estatal en ese mercado (regulándolo o actuando como un agente económico
activo) dentro del sistema capitalista, como podría darse un modelo de mercado
en un sistema no capitalista. Por ello rechazamos la tendencia que hay en
muchos economistas a distinguir los sistemas económicos según sean “de libre
mercado” o “de dirección central”. Eso es elevar lo que no es sino una
característica más, pero no esencial, a la consideración de elemento clave
diferenciador.
En cuanto a la globalización
(aunque la palabra mundialización parece más correcta), no se trata sino de
un fenómeno de internacionalización de la economía cada vez mayor, pero que
no deja de ser un proceso comenzado hace mucho tiempo –nada novedoso pues–. Por
eso resulta un poco ridículo eso de ser “antiglobalización”. ¿Qué quiere
decir eso, que se está a favor de la autarquía, de una internacionalización
mínima, o que se es anticapitalista? ¿Porqué no llamar a cada cosa por su
nombre? Claro que los “antiglobalizadores” lo que en realidad quieren no es que
las naciones sean libres e independientes, sino que se realice una
globalización distinta y a su gusto. Evidentemente son personas que viven
alejadas de la realidad y que en el fondo le están haciendo el juego a los
grandes capitalistas y a su modelo uniformador de la humanidad (lo que por otra
parte tampoco parece responder a los principios democráticos que unos y otros
dicen defender). Frente a la mundialización es necesario reivindicar la
Soberanía Nacional y la relocalización económica.
Otra aclaración fundamental que
conviene tener presente es la distinción entre empresario y capitalista. El
empresario es aquel que con su talento emprende y dirige un negocio, pero que
no deja de ser un trabajador más. El capitalista es el que fundamenta su
título de propiedad de los medios de producción en el hecho de ser el dueño
del capital. El capitalista puede ser empresario al mismo tiempo (cosa muy
normal), pero no siempre es así. De hecho en la economía actual es cada vez
más frecuente ver a empresarios no capitalistas que actúan como meros
gestores contratados por una junta de accionistas. Para nosotros el empresario
es un trabajador más y es, por lo tanto, necesario para la empresa. El
capitalista no.
Otro concepto que, llegados a
este punto, conviene aclarar es que no hay un único tipo de crecimiento, sino
al menos tres: el exponencial (es el que sigue el sistema monetario actual
basado en el interés y el interés compuesto, y supone un crecimiento de
magnitudes cada vez mayores), el lineal o mecánico (es un crecimiento
constante) y el natural (crecimiento rápido inicial que se va desacelerando y
termina estabilizándose en lo cuantitativo, aunque pueda seguir aumentando en
lo cualitativo). La dinámica capitalista exige un crecimiento monetario de
tipo exponencial (lo cual a largo plazo es insostenible) para poder
retroalimentarse y, en cambio, el Nacionalsindicalismo necesariamente tendrá
que entrar en una dinámica de crecimiento económico de tipo natural.
El siguiente gráfico ilustra
perfectamente los distintos tipos de crecimiento: Crecimiento
(crecimiento exponencial)
(crecimiento lineal) (crecimiento
natural)
Las bases del capitalismo:
sociedad anónima, salariado, plusvalía e interés
El capitalismo es el modelo
económico final del pensamiento moderno que se formó a raíz del liberalismo
económico, y dicho modelo se sustenta básicamente en la propiedad capitalista
(gracias fundamentalmente a la “sociedad anónima”), el trabajo mediante el
sistema de salariado, la asignación de la plusvalía al capital, y el
incentivo del interés. Veamos cada una de estas bases del sistema capitalista.
1.- La sociedad anónima. El
progresivo triunfo del maquinismo supuso la aparición de nuevas formas de
propiedad. Desplazada la propiedad privada tradicional, se hacía necesaria la
aportación cada vez mayor de capital fijo para sostener la gran industria, y
la sociedad individual se ve relegada a un segundo plano por la sociedad
mercantil. Hay muchos tipos de sociedad mercantil, si bien el modelo típico es
el de la “sociedad anónima”. En ella los socios aportan cualquier derecho de
contenido patrimonial y el capital, que es lo único que da derecho a la
propiedad de los medios de producción, está dividido en acciones. Éstas son
títulos al portador, lo que permite su fácil enajenación y el anonimato de
los propietarios. Existe un capital mínimo para su constitución y los socios
sólo responden de su aportación.
Las especiales características
de la sociedad anónima la convirtieron en el medio ideal para la creación de
las grandes empresas; con ella el hombre ya no es el propietario; ahora la
propiedad es una abstracción representada por trozos de papel (las acciones),
algo impersonal, sin rostro ni sentimientos.
Sin embargo, el desarrollo de la
sociedad anónima ha servido también para establecer de forma cada vez más
clara la separación entre los capitalistas (los propietarios de las acciones)
y los empresarios (directivos, hombres de empresa contratados para gestionar y
dirigir la labor empresarial). Este es uno de los fenómenos más significativos
del capitalismo moderno y confirma nuestras ideas acerca de la armonización de
empresarios, técnicos y obreros, siendo todos ellos trabajadores en un mismo
plano frente a los parásitos capitalistas (lo que no significa que no sea
imprescindible el capital, sino sólo que éste debe ser suministrado de forma
alternativa para poder cumplir su función social).
2.- El salariado. El sistema de
salariado es, junto al interés y el modelo de empresa, la base del sistema
capitalista. En el capitalismo el salario es el precio del trabajo; el trabajo
se compra y se vende a un precio determinado; no es el fruto del trabajo lo que
se vende, sino el trabajo en sí mismo, ya que se considera que el fruto del
trabajo nunca forma parte del patrimonio del trabajador al haber comprado el
capitalista su trabajo a priori. Muestra de ello es el hecho de que, aunque los
resultados de la producción fueran negativos, el trabajador seguiría teniendo
derecho a cobrar su salario. Y de la misma manera, aunque la productividad del
trabajador fuera muy elevada, seguiría cobrando el mismo salario.
Para el Nacionalsindicalismo
resulta evidente que en el sistema de salariado el trabajador se vende a sí
mismo. No en vano el contrato de salariado tiene su origen en el arrendamiento
de esclavos romano. La cruel expresión “mercado de trabajo” no hace sino
reflejar la imperante idea del trabajador como un elemento más de la
producción, como un factor productivo que se compra y se vende. Por eso
nosotros rechazamos tal expresión de forma rotunda y sin reservas.
Conviene aclarar que el
“salariado” es el nombre de este sistema retributivo, que el “asalariado” es la
persona que lo padece, y que el “salario” es la retribución propiamente dicha,
y que el sistema de salariado sustituyó al sistema de compañía, anterior y
mucho más justo. El sistema de compañía se fundamenta en la idea de que
todos los que aportan algo (capital, conocimientos, trabajo) deben ir a partes
iguales tanto en pérdidas como en ganancias. Es un sistema que respeta más la
dignidad humana que el de salariado, pero tiene inconvenientes como el de poner
capital y trabajo en un mismo nivel y, sobre todo, que el obrero no puede
esperar a que la empresa gane ni puede vivir cuando la empresa pierde.
En cuanto al sistema de
salariado, los falangistas no podemos dejar de calificarlo como inmoral,
disolvente y antieconómico.
Es inmoral porque el trabajador
se vende a sí mismo, lo que atenta gravemente contra la dignidad humana.
Ciertamente, puede no ser inmoral desde el punto de vista religioso, pero para
ello deberían cumplirse una serie de exigencias morales (ampliamente
explicadas –y consideradas como innegociables por las partes– por los Papas en
diversas encíclicas y que, resumidamente, exigen el respeto a la dignidad
humana, la relación de justicia social y el salario familiar, lo cual no se da
en el sistema convencional de salariado prácticamente en ningún caso).
Es disolvente porque establece
una relación bilateral de trabajo que divide a la sociedad en dos grupos: el
de los que venden su trabajo y el de los que lo compran. Y aquí resulta
imposible no recordar las palabras de León XIII en su encíclica “Rerum
Novarum”: “el trabajo no es vil mercancía, sino que hay que reconocer en él
la dignidad humana del obrero, y no ha de ser comprado ni vendido como
cualquier mercancía”.
Finalmente, es antieconómico
porque el asalariado se siente completamente desligado de la función que
realiza, del fruto de su trabajo (lo que los marxistas llaman “alienación”),
lo que supone también normalmente un menor interés en esforzarse, en la
búsqueda de la excelencia y la productividad.
3.- La plusvalía. La plusvalía
es la diferencia de valor entre el producto manufacturado y lo que costó su
fabricación (materias primas, energía, salarios, etc.). Es, en definitiva, el
valor añadido que crea el trabajador, y en el actual sistema dicha plusvalía
queda en manos del capitalista.
Al ser la plusvalía un
“beneficio extra”, en principio no puede derivarse del simple intercambio de
mercancías, ya que los intercambios se establecen normalmente sobre la base de
valores más o menos equivalentes. Tampoco deriva la plusvalía de los aumentos
de precios, ya que estos aumentos suponen ganancias y pérdidas entre los
vendedores y los compradores que tienden a neutralizarse entre sí. ¿Cómo se
obtiene entonces la plusvalía? Para que se produzca una plusvalía es
imprescindible que el capitalista encuentre en el mercado alguna otra
“mercancía” que pueda operar sobre el valor inicial de un bien como “fuente de
valor”, es decir, que pueda aumentar el valor de un bien gracias a la
incorporación al proceso productivo de esa otra “mercancía” que crea esa
plusvalía, ese valor extra. Obviamente, esa “mercancía” es el trabajo humano.
Pues bien, el capitalista compra el trabajo del obrero como si de una
mercancía más se tratara (de ahí viene precisamente el inhumano concepto de
“mercado de trabajo”), y la paga con el “salario”. Pero sucede algo curioso: el
costo del trabajo (salario) no equivale a su aportación real de plusvalor, es
decir, el trabajador crea más plusvalor del que recibe en forma de salario. Si
al trabajador se le pagara exactamente el valor que con su trabajo ha aportado
a las cosas, entonces el capitalista no tendría negocio ninguno en el proceso
productivo, cuando es cierto que él también aporta valor con su trabajo
empresarial (organizando el trabajo, innovando, buscando mercado, etc.). La
diferencia entre uno y otro, es decir, lo que el capitalista se apropia en su
totalidad indebidamente (por no ser él quien lo genera exclusivamente –aunque
sí parcialmente como fruto de su necesaria actividad empresarial–, sino
principalmente el trabajador), ese producto excedente o ganancia adicional es
la plusvalía.
Pues bien, del concepto de
plusvalía deriva también la llamada “Tasa de Explotación” (TE), que es la
relación existente entre la plusvalía (Pl) y el salario efectivamente
recibido por el trabajador –en el lenguaje marxista es denominada técnicamente
“capital variable” (V)–, de suerte que TE=Pl/V. Pero como resulta que hay otro
factor a tener en cuenta para establecer la efectiva “Tasa de Ganancia” del
capitalista, que es el capital constante (C) o fijo –es decir, las inversiones
en maquinaria, instalaciones, materias primas, etc. – , resulta que la fórmula
anterior debe ser completada para reflejar adecuadamente esa composición
orgánica (CO) del capital (CO=C+V). Por lo tanto la fórmula que, según Marx,
refleja adecuadamente la Tasa de Ganancia –es decir, la relación entre la
plusvalía y la composición orgánica del capital– es la siguiente:
TG=Pl/(C+V).
Los economistas antimarxistas han
tratado de demostrar no sólo lo inadecuado del concepto de “plusvalía”, sino
también la incorrección de la fórmula de la Tasa de Ganancia, y la verdad es
que argumentos no les faltan, ya que, para empezar, Marx comete un error casi
de principiante al utilizar razonamientos microeconómicos a la macroeconomía
(al hablar de la modificación de la composición orgánica del capital –CO–,
por ejemplo, un aumento de C no es simplemente eso en el conjunto de la
economía, como lo sería para un empresario particular, ya que para los
suministradores de maquinaria, C en realidad es un producto o mercancía
traducible, por tanto, en V y Pl; ello llevaría a considerar errónea la
fórmula marxista de la Tasa de Ganancia, que sería más bien la siguiente:
TG=Pl/[(Pl+V)+V, lo cual tampoco sería demasiado razonable…).
Pese a ello yo creo que siguen
siendo conceptos útiles y esencialmente correctos, pero no sería honesto
ocultar que son imperfectos y criticables en muchos aspectos, especialmente en
su poco convincente formulación científica.
Para los falangistas, pues, la
plusvalía es fruto de la producción, y por lo tanto no es creación del
capital, sino del trabajo (tanto obrero como empresarial). El capital por sí
mismo no genera plusvalías. Necesita la intervención humana del trabajador
(manual, intelectual, empresarial) para tener un valor añadido y por eso él
es su legítimo propietario.
Sin embargo no sería correcto
afirmar que el Nacionalsindicalismo pretende que esa plusvalía se abone
directamente al trabajador. José Antonio Primo de Rivera, que habló
inicialmente de asignar la plusvalía “al productor encuadrado en sus
Sindicatos” (21-XI-35), precisó más adelante sus palabras, posiblemente
influido por los ataques que recibe el concepto de plusvalía por parte de los
economistas y por el hecho de que un sistema fiscal progresivo en relación con
uno muy adelantado de servicios y seguros sociales consigue de igual modo un
reparto eficaz (según opina el economista Juan Velarde Fuertes). Y es que no
parece muy serio un reparto de dinero líquido de esas dimensiones, con unas
posibles consecuencias desastrosas para la economía (inflación, devaluación
de la moneda, etc.), aunque también es cierto que las consecuencias con un
sistema monetario distinto al actual podrían ser distintas, algo difícil de
evaluar con rigor a priori. Por eso José Antonio, sin por eso contradecir sus
palabras anteriores, precisa que “la plusvalía de la producción debe
atribuirse no al capital, sino al Sindicato Nacional productor” (30-IV-36).
Así esa plusvalía será administrada en beneficio directo de los trabajadores
a través de su Sindicato (un sindicato unitario que poco o nada tiene que ver
con al actual modelo sindical clasista y dividido), pudiendo ser empleado para
labores de capitalización, financiación, obras sociales, etc., pero no
suponiendo su reparto directo –aparte de la cantidad destinada a la
retribución del trabajador, claro está–. En este sentido fue muy interesante
la “Ley de Propiedad Social” de la empresa en el Perú de Juan Velasco Alvarado
a finales de los años setenta del pasado siglo XX (uno de los ejemplos más
recientes).
4.- El interés. El hombre,
olvidando el origen y la finalidad del dinero, pronto encontró en él otra
manera de vivir sin trabajar: prestar al que no tiene. Así nació la dictadura
del dinero, es decir, el capitalismo financiero anónimo y explotador. Lo que
sucede es que en realidad nadie vive sin trabajo, pues quien vive de tal manera
lo que en realidad hace es vivir del trabajo de los demás (él no trabajará, pero
otro lo hará por él).
De poco sirvió la ofensiva que
desde la Antigüedad se emprendió contra lo que se denominó “usura”.
Aristóteles, Platón, Cicerón, Catón, Plutarco o Séneca fueron algunos de
los ilustres pensadores que la condenaron sin paliativos, lo mismo que todas
las grandes religiones. Así los judíos tienen prohibida la usura entre ellos,
aunque siguiendo sus preceptos sí que la pueden practicar con aquéllos que
consideran enemigos. Por ello apelan siempre al versículo que dice: “No exijas
interés alguno de tus hermanos ni por dinero, ni por víveres, ni por ninguna
otra cosa que se suele prestar a interés. No obligues a tu hermano a pagar
interés, ya se trate de un préstamo de dinero, de víveres, o de cualquier
otra cosa que pueda producir interés” (Deuteronomio 23, 20-21).
Siguiendo el precepto evangélico
de Jesucristo (“haced el bien y prestad sin esperar remuneración” (Lucas 6,35)
–la argumentación contraria que algunos esgrimen apoyándose en Mateo 25,
14-30 carece de la solidez necesaria al comparar un mandato de Cristo con las
palabras que en una parábola dice un judío que, lógicamente, se guía por
las anteriores palabras del Deuteronomio–), la Iglesia condenó siempre la
usura, extendiendo a toda la cristiandad la prohibición canónica –que había
sido sancionada en el Concilio de Nicea (año 325)– en 443, siendo Papa León I
el Magno. Hasta tal punto fue condenada esta práctica que el Concilio de
Letrán (1179) dispuso con total claridad: “nosotros ordenamos que los usureros
manifiestos no sean admitidos a la comunión, y que, si mueren en pecado, no
sean enterrados cristianamente, y que ningún sacerdote les acepte las
limosnas”. El propio Papa Alejandro III agravó la severidad de las penas
llegando a dictaminar la nulidad de los testamentos de los usureros (en esa
época lo relativo a la liquidación de las herencias se hallaba bajo la
jurisdicción de los tribunales eclesiásticos).
Santo Tomás de Aquino (siguiendo
en buena medida los argumentos de Aristóteles), en su “Tratado de la Justicia”
de la “Suma Teológica”, II-II, cuestión 78 dice que el préstamo con
interés, “lo cual se llama usura”, es injusto e inmoral. Es injusto porque “se
vende lo que no existe”, ya que el dinero sólo sirve “para hacer las
conmutaciones”. Es por ello que “está uno obligado a restituir el dinero que
ganó por usura”, ya que sólo hay que devolver tanto como se prestó. En
cuanto a su inmoralidad, está claro que la usura se basa en la necesidad del
prójimo, con quien hay que practicar la caridad. Por eso “quien da el interés
que le exige el usurero, no lo da voluntariamente de suyo, sino presionado por
la necesidad, en cuanto necesita recibir el préstamo que no le concedería
quien tiene el dinero, a no ser mediante una ganancia usurera”.
En 1745 el Papa Benedicto XIV
volvería a recordar la validez de esta doctrina, al igual que lo harían más
tarde Pío VIII (1829-1830) y Gregorio XVI (1831-1846), pero la realidad es que
se trataba ya de una época en la que sus condenas caían ya en saco roto. La
realidad económica capitalista que imponía la mentalidad protestante se iba
imponiendo inexorablemente y a partir de entonces la Iglesia, que no puede
permanecer ajena a dicha realidad, adapta su condena a la usura –que permanece
plenamente vigente– de tal forma que en la práctica se permite en determinadas
circunstancias y con ciertas condiciones, y siempre por razones extrínsecas al
contrato (de otro modo, en un entorno capitalista como el actual un católico
apenas podría desenvolverse y además, salvo que se cambiara el sistema
económico, el bien común podría verse afectado si determinados grupos
sociales –caso de los católicos– se automarginaran de las prácticas
económicas generales), siendo principalmente las siguientes: el daño
emergente (privación del prestamista), el lucro cesante (beneficios que se
podrían haber obtenido invirtiendo el dinero), el riesgo posible (peligro de
no poder recuperar lo prestado), la ley civil (se supone que regula el ámbito
económico en orden al bien común), y la pena convencional (multa o
penalización al prestatario por su morosidad notable y culpable, aunque en
todo caso debe ser moderada y proporcionada a la culpa). Con estas
argumentaciones la Iglesia diferencia el interés –que excusa, pero no
justifica moralmente– de la usura, pasando ésta a ser la práctica abusiva en
la exigencia de intereses.
Aquí conviene precisar que
aunque el concepto de capital –incluso el de interés– no se limita al dinero
(capital es el conjunto de bienes cuyo destino es producir: dinero, tierra,
instalaciones, maquinaria, patentes, etc.), tampoco se extiende a todo tipo de
bienes. Así, por ejemplo, un apartamento no tiene por finalidad el producir
nada, sino servir de vivienda a una o varias personas. Eso supone que pedir un
precio por prestar dinero sí sería pedir un interés, mientras que cobrar un
alquiler no lo sería (el bien en este caso se usa para vivir, no se consume
para producir –como sucede con el dinero o con los productos alimenticios, que
son bienes fungibles–, por lo que sería un interés, sino una renta). Por eso
algunos moralistas consideran importante diferenciar entre los bienes fungibles
–consumibles–, con los que nunca sería lícito pedir un interés por el hecho
de que se gastan con su uso –se consumen–, de los bienes no fungibles, ya que
como estos no se consumen, sino que se usan, sí es posible moralmente ceder su
uso a cambio de una renta –que ya no sería, por tanto, un interés en sentido
estricto– por la utilidad que supone disponer de él (a costa de privarse el
dueño de su uso) sin tener que desembolsar su precio real de adquisición.
Así pues, esa diferencia entre la cesión de un bien para su consumo (aunque
se consuma para producir, como sucede con el dinero), o para su uso (como
sucede con una vivienda), serviría como criterio de distinción entre lo
inmoral (el interés) y lo moralmente aceptable (la renta). Todo ello
independientemente de que el bien común pueda exigir la adopción de medidas
limitadoras de la renta (o incluso expropiatorias), como sucedería si hubiera
un problema social grave de escasez de vivienda y un mercado inmobiliario
distorsionado agravara el problema, pues la doble finalidad –privada y social–
de la propiedad hace que su titularidad privada no sea un derecho absoluto. El
problema de esta distinción estriba en que no incluiría en el concepto de
interés la retribución del capital no fungible (por ejemplo, una tierra o las
instalaciones alquiladas de una nave industrial), lo que obliga a recurrir
únicamente a la crítica siguiendo el principio más subjetivo del bien
común, no pudiendo acudir a un criterio definitorio más objetivo.
En la evolución de la doctrina
de la Iglesia respecto al interés en sentido estricto, por paradójico que
pueda parecer, tuvo una importancia decisiva la herejía protestante, que
considero el germen del pensamiento moderno, y muy en concreto Calvino, quien
consideraba que la moralidad de la exigencia de intereses dependía de las
circunstancias de cada caso concreto y de cada época. Con ello abrió una
puerta que ya no ha podido ser cerrada ni siquiera por el pensamiento
católico, pues su exigencia de que los intereses debían ser moderados no
dejaba de ser otra apreciación subjetiva, y por lo tanto variable y opinable
según las circunstancias. El primero que se decidió a traspasar la puerta que
abrió Calvino fue C. Salmasius (1588-1653), quien en su obra “De la usura”
defendió la idea de que el préstamo con interés es en realidad un arrendamiento
de dinero y que éste es vendible, siendo su precio el que se determine por la
libre voluntad de las partes.
Después de él fue William Petty
quien en 1662 (“Tratado de las tasas y contribuciones”) argumentó que si
alguien dispone de dinero querrá obtener con él el mismo rendimiento que el
que hubiera obtenido de haberlo invertido en tierra. Con ello Petty pretendía
vincular la existencia del interés a la renta de la tierra (argumento
insuficiente para los falangistas, ya que hemos señalado la diferencia entre
el interés por un bien fungible y la renta por un bien no fungible, además de
que también abogamos por la cancelación del pago de estas rentas si el bien
común lo aconseja). También incluyó el argumento del riesgo: cuanto más elevado
es el riesgo más justificado está el interés alto como una suerte de seguro
que compense los impagos.
Pero sería el fisiócrata
francés Anne Robert Jacques Turgot (Ministro de Luis XVI y famoso por su frase
“laissez faire, laissez passer” –dejar hacer, dejar pasar–), tan cara al
liberalismo y al pensamiento moderno, quien ya en el siglo XVIII, en su obra
“Memoria sobre los préstamos de dinero”, haría la crítica más completa a la
condena del interés. Él asume los argumentos anteriores, pero añade otros
que no pueden obviarse:
1.- Acepta que si bien no puede
exigirse la devolución de algo de valor mayor al de lo que se prestó, el
valor es algo que sólo lo puede determinar la persona que libremente acepta el
contrato.
2.- Afirma que el prestador da
dinero a cambio de una simple promesa, y ese retardo debe ser compensado con el
pago de un interés (esto enlaza con la idea desenterrada por Böhm-Bawerk, en
su “Historia de las Teorías del Interés”, de considerar al interés del
dinero como un “precio del tiempo”, ya que en realidad sólo se cobra en
función del tiempo transcurrido, como si el tiempo fuera propiedad particular
del prestamista).
3.- Turgot sostiene que todas las
cosas son susceptibles de alquiler, y no sólo aquéllas cuyo uso se diferencia
de la cosa en sí misma, dado que en todos los casos el propietario cede el uso
de la misma y lo recupera más tarde.
4.- Afirma que el prestatario no
es el dueño del dinero hasta que no lo ha pagado (es decir, hasta que no lo ha
devuelto con su correspondiente interés).
5.- Finalmente, considera que el
dinero que se presta y el que se devuelve no son cosas exactamente iguales, lo
que justifica en base a que en tal caso no tendría sentido solicitar un
préstamo.
Para los nacionalsindicalistas
resulta relativamente sencilla la refutación de todas estas argumentaciones
desde el momento en que proponemos un sistema económico distinto al
capitalista. Los argumentos de la Iglesia que excusan –sin por ello legitimar–
el interés pierden su sentido en un entorno económico en el que el incentivo
al capital sea otro (en ese contexto la exigencia de intereses atentaría
contra el bien común de forma absolutamente incuestionable). Y respecto a los
argumentos de Salmasius, Petty y Turgot, hay que reconocer que tienen un
fundamento sólido, pero sólo en un entorno económico capitalista donde, por
definición, tanto la propiedad privada como el propio dinero se han degenerado
respecto a su verdadera naturaleza (a fin de cuentas los billetes no dejan de
ser meros pagarés sin valor real).
Para empezar es un error
considerar el dinero oficial como propiedad privada (el dinero oficial es un
bien público que emite el Estado para facilitar las actividades económicas,
pero en realidad no tiene apenas valor intrínseco: su valor está en los
bienes reales que lo respaldan), lo que significa que una cosa es su posesión
y uso –en realidad más bien consumo–, y otra su propiedad (de la misma manera
que nadie puede apropiarse de una autopista o de un embalse –por utilizar un
símil joseantoniano–, y mucho menos exigir a otros un precio por su uso); el
argumento del riesgo tampoco parece suficiente teniendo en cuenta la exigencia
de garantías reales que acompaña a los préstamos; en cuanto al precio del
tiempo…¿cómo puede venderse algo así y quién es su legítimo propietario?;
el argumento de que el valor de las cosas lo determina uno mismo cuando es
libre, aún dándolo por válido resulta inaplicable al caso, pues está claro
que quien pide un préstamo lo hace normalmente empujado por una necesidad, lo
que en cierta forma le coacciona (ya José Antonio denunció esto cuando
criticó las libertades formales del estado liberal); en cuanto a que no hay
que separar el uso de la cosa usada, debiendo tratarse todos los bienes de la
misma manera, parece un argumento artificioso, pues es obvio que un bien que se
consume con el uso y otro que no se consume tienen características diferentes
que admiten un tratamiento diferente; y respecto a lo de que el dinero que se
presta y el que se devuelve no son exactamente iguales, tiene razón Turgot: no
son las mismas monedas y se devuelve una cantidad mayor… Lo que se esconde
detrás de este último argumento no es sino una falacia, ya que lo que
realmente pretende es compilar en él la mayor parte de los anteriores
argumentos (además de contradecirse con la idea de que todos los bienes deben
tratarse de igual manera porque son igualmente usables).
Lo cierto es que en un entorno
económico libre de intereses y con la banca nacionalizada, el dinero
cumpliría únicamente el fin para el que nació, por lo que el sentido que los
anteriores argumentos tienen en el sistema capitalista no sería aplicable.
Hasta aquí hemos visto como el
dinero, inserto en la dinámica capitalista, se convierte en un instrumento
técnico más de ejercer el dominio, tal y como denunció José Antonio Primo
de Rivera (ejemplificándolo de forma magistral en su discurso del 17 de
noviembre de 1935), pero conviene analizar con más detalle hasta qué punto la
existencia de intereses en la economía resulta un problema más que otra cosa.
Veamos por qué.
Ciertamente, el interés es el
fundamento del actual sistema monetario, pero al mismo tiempo es también su
mayor problema, ya que obliga a un crecimiento monetario de tipo exponencial.
En efecto, el interés compuesto hace que el dinero se duplique a intervalos
regulares (a un 1% se duplica a los 72 años; a un 3% en 24; a un 6% en 12; a
un 12% en 6; etc.) y eso hace matemáticamente imposible el pago continuado de
intereses. ¿Cómo se soluciona esta evidente contradicción? Pues recurriendo a
la injusticia social, a la expoliación de los países subdesarrollados, a la
sobreexplotación de la naturaleza, a las guerras –que suponen negocios por un
lado y por otro destrucción para poder volver a empezar–, a las crisis más o
menos periódicas que sirven para reconducir una situación insostenible, etc.
Para acabar con todos esos
problemas es necesario, pues, instaurar un nuevo sistema monetario libre de la
servidumbre del interés pero que tenga otro mecanismo eficaz para garantizar
la circulación monetaria y, al mismo tiempo, facilitar el intercambio de
bienes y servicios, el ahorro y el préstamo (eso puede hacerse estableciendo
una tasa de uso o de circulación).
Antes de seguir con otros temas
hay algunos errores muy comunes sobre el interés que conviene aclarar.
El primer error importante
consiste en creer que los intereses sólo se pagan en los préstamos. Lo cierto
es que en todo precio se paga un interés encubierto: el coste del capital
(suele ser entorno al 50% del precio final, por lo que un sistema económico
libre de intereses permitiría mantener el nivel de vida trabajando la mitad o
bien trabajando lo mismo tener el doble de riqueza –siempre que sea capaz de
asegurar la circulación monetaria–).
También es un error creer que
los intereses son iguales para todos, cuando lo cierto es que alrededor del 80%
de la población paga más intereses de los que recibe, un 10% recibe
ligeramente más, y tan sólo el otro 10% recibe casi todo lo que paga de más
el 80% (datos de Alemania en la década de 1990). Esto supone mantener
permanentemente engañado a ese 80% de la población con la ilusión del cobro
de unos modestos intereses por sus ahorros, cuando la realidad es que sin ellos
percatarse están pagando muchos más intereses por otro lado que los que ellos
cobran por sus ahorros (me recuerda al negocio de la lotería: uno compra
participaciones a precios asequibles con la ilusión de que le puede tocar un
premio o, al menos, un reintegro; pero claro, según el índice de
probabilidades para cuando le pueda tocar algún premio ya habrá pagado varias
veces el importe del mismo…; con el interés pasa algo similar, sólo que como
siempre hay un premio mínimo y no se es consciente de que la participación
siempre tiene un valor mayor que el premio recibido, nos encontramos con ¡un
negocio seguro y un timo perfecto!). Es el sistema de intereses lo que mantiene
el proceso de concentración de la riqueza, con lo que hoy está claro que la
plusvalía, cuyo origen está en la producción, se distribuye más en la fase
de circulación de bienes y servicios –y cada vez en mayor medida en la del
dinero–.
La especulación es la causa
fundamental de que el volumen de dinero utilizado en el mundo para las
transacciones sea hoy entre 15 y 20 veces mayor de lo realmente necesario para
financiar el comercio internacional real.
Tampoco es cierto que las subidas
salariales sean la principal causa de la inflación, pues el interés, como
hemos visto, incide mucho más. No olvidemos tampoco que el Estado recurre
muchas veces a la inflación para paliar sus deudas, pero a costa de ese 80% de
la población que paga más de lo que recibe y que no puede invertir en valores
resistentes a la inflación al mismo nivel que el 10% más rico.
Sólo el crecimiento económico
exponencial logra que la mayor parte de la población soporte las deficiencias
del sistema económico basado en el interés.
FALLOS DEL SISTEMA ECONÓMICO
CAPITALISTA
José Antonio Primo de Rivera,
aceptando los análisis marxistas en este campo, puso en evidencia el fracaso
social del capitalismo y su fracaso técnico. Las causas de su fracaso social
son:
A) La aglomeración del capital,
producida por la gran industria que, aparte del capital variable, necesita
grandes cantidades de capital fijo (instalaciones, maquinaria, etc.), capital
que sólo puede amortizar produciendo en grandes cantidades a precios muy bajos
(lo que arruina las pequeñas industrias y termina por absorberlas); es lo que
se denomina “economías de escala”, que suponen destrucción neta de puestos de
trabajo. A esto hay que añadir que la necesidad de un crecimiento exponencial
de la producción para satisfacer el crecimiento exponencial de la masa
monetaria requerida para pagar los intereses, provoca enormes distorsiones y
muchas de las llamadas “burbujas financieras”, tan dañinas (su estallido
termina siendo inevitable tarde o temprano) e impropias de una economía sana.
B) La proletarización: la
aparición del problema social, es decir, de la relación bilateral del trabajo
con todo lo que eso supone de inmoral, disolvente y antieconómico.
C) La desocupación: generada por
el desplazamiento del hombre por la máquina con las consiguientes “economías
de escala” y por el fenómeno del subconsumo.
En cuanto a su fracaso técnico,
las causas son:
D) Crisis periódicas: son
intrínsecas al propio sistema. Sus contradicciones internas provocan la
tendencia a la caída de la tasa de ganancia (la superproducción y la
saturación de los mercados intensifican la competencia; el pleno empleo
fortalece las reivindicaciones obreras aumentando los “costes laborales”, etc.)
lo que provoca cierres y despidos (lo que a su vez supone una caída de la
demanda), es decir, crisis. Sin embargo, aunque las causas de las crisis son
endógenas, las causas del crecimiento siempre son exógenas, es decir, ajenas
a la propia esencia del sistema capitalista.
E) Necesidad del Estado: la
insuficiencia del sistema ha hecho necesaria la intervención estatal para
buscar una salida a la incapacidad de la demanda para hacer frente a la
superproducción intrínseca a la naturaleza acumulativa del capitalismo. Así
pronto se pasó de aquél liberalismo que no quería intervencionismo del
estado a la necesidad de que éste le lanzara un salvavidas (el cual está
provocando la crisis fiscal del Estado que se explica en el punto N).
F) Fin de la libre concurrencia:
la naturaleza acumulativa del capitalismo (causa A) tiende a poner la
producción en manos de unas cuantas entidades poderosas. Esta tendencia al
oligopolio hace imposible aquél libre mercado idílico de los liberales y
aparecen incluso las denominadas “empresas precio-determinantes” (aquellas con
un dominio tal de la oferta que pueden sustraerse de la ley de la oferta y la
demanda y establecer los precios que más les interesen en ese mercado).
Pero hay otras muchas causas del
fracaso capitalista:
G) El subconsumo: se produce
cuando los capitalistas no logran vender las mercancías en sus valores de
producción, dado que ésta crece más rápidamente que la demanda. En estos
casos sólo hay dos opciones: o se prosigue saturando el mercado de productos
que no es capaz de absorber, lo que hace caer la tasa de ganancia y provoca la
crisis, o el propio sistema controla la producción, manteniendo recursos
ociosos, lo que deriva en estancamiento. El subconsumo es inevitable que se
termine produciendo en el sistema capitalista por serle intrínseco, y sólo se
puede solucionar con un adecuado proceso de planificación.
H) La naturaleza abstracta del
dinero y el cáncer del interés: el dinero ha dejado de estar respaldado por
un valor real. Hoy sólo se basa en la confianza. El sistema basado en el
interés, lo cual ya de entrada lastra el sistema monetario e impide que el
dinero pueda cumplir con su misión, se ha visto agudizado con este proceso de
desnaturalización, aunque es necesario resaltar que tampoco el patrón oro
respondía a lo que tenía que ser el dinero: la plasmación monetaria de la
producción real. Y es que todo lo que no sea respaldar el dinero con la
producción real, es decir, con el trabajo, es un error que, como decíamos
anteriormente, crea “burbujas financieras” dañinas.
I) Las patologías sociales en el
interior del sistema: el sistema capitalista se basa en la presunción del
comportamiento racional del hombre, pero éste se mueve muchas veces por
impulsos; no consume siempre que puede; hay muchos marginados del sistema; hay
mucho “consumo asistido” por el Estado; el paro estructural no es eliminable
por los métodos habituales y hay una gran cantidad de asistencia social, lo
cual, a largo plazo, puede acabar reduciendo profundamente el consumo y traer
una tremenda crisis.
J) La burocratización del
Estado: dada la complejidad de la sociedad moderna, el Estado se muestra cada
vez más lento e ineficiente para legislar y gestionar adecuadamente la
economía; el exceso de estatalismo ha acabado con los cuerpos sociales intermedios,
asumiendo el Estado cada vez más competencias, abarcándolo todo, regulándolo
todo y tendiendo al totalitarismo.
K) La frontera ecológica: las
necesidades expansivas de la economía capitalista nos han llevado a un nivel
tal de contaminación del planeta, que ya no es posible sobrepasar mucho más y
que, necesariamente debe actuar como límite al crecimiento, al menos que se
lleve a cabo una ambiciosa y costosísima política ecológica. No es posible
una economía capitalista que no tienda a la expansión constante de la
producción, y esta tendencia a largo plazo supone nuestro suicido ecológico.
L) La mundialización de la
economía: su objetivo ha sido especializar a los distintos países,
especialmente a los pobres, en determinados ramos de producción, evitando su
autosuficiencia al depender de la tecnología y las manufacturas
“occidentales”, al tiempo que los organismos internacionales de que se sirve el
capitalismo (Fondo Monetario Internacional, Banco Mundial, Organización
Mundial del Comercio) obligan a esos países a unas políticas de ajuste
permanentes que no sirven sino a los intereses de los más ricos. Es la nueva
versión del colonialismo, sólo que más cruel, pues más de 800 millones de
personas se mueren de hambre mientras se trata de limitar la producción de
alimentos o, incluso, se llega a la eliminación de “excedentes” para no
alterar las sacralizadas leyes del mercado. Increíble, pero cierto.
M) La injusticia social: es la
consecuencia de todo lo anterior, de las desigualdades que el keynesismo ha
pretendido eliminar en las economías occidentales, pero que el fenómeno de la
mundialización (lo que con menos propiedad llaman algunos “globalización”) ha
internacionalizado, reproduciendo aquellos problemas, en origen locales o
nacionales, a nivel mundial. Es decir, que como no era posible eliminar el
problema, se ha recurrido a su exportación.
N) La crisis fiscal del Estado:
James O ́conor ha estudiado este fenómeno partiendo de la idea de que el
capitalismo es una forma de producción de suma cero (afirmación, todo hay que
decirlo, sólo parcialmente correcta), es decir, que las ganancias de unos se
producen a expensas de lo que otros pierden (lo que suele ser en gran medida
cierto en el modo de producción capitalista, aunque no en todos los casos, ya
que el incremento de productividad implica un resultado final mayor que el de
la mera suma del momento inicial). Así el sistema, para mantenerse, tiene que
recurrir al Estado, cumpliendo dos funciones fundamentales:
1.- De legitimación: con el
objeto de mantener la paz social.
2.- De acumulación: con el
objeto de mantener la rentabilidad del capital.
Pero todo esto amenaza con
resquebrajarse, ya que, por un lado la clase trabajadora necesita una cantidad
creciente de gasto social y el Estado acaba por no poder hacer frente a esos
gastos de legitimación; y por otro lado el Estado llega un momento en que ya
no puede favorecer la acumulación de capital privado, cayendo los beneficios,
los salarios y la inversión. Entonces se busca una salida en la colaboración
aún más estrecha entre el Estado y el capital privado. Es en ese momento
cuando el fenómeno de las privatizaciones supone la asunción por parte del
capital privado de funciones tradicionalmente reservadas al Estado y de la
realización de los grandes proyectos de infraestructuras (fenómeno de
vivísima actualidad en España).
EL NACIONALSINDICALISMO
Una vez hemos examinado el
capitalismo y sus principales fallos como sistema económico, llega el momento
de exponer, aunque sea brevemente, la que, hoy por hoy, se presenta como la
única alternativa real y total al Sistema. No voy a exponerlo en detalle, pues
ello llevaría demasiado tiempo, pero al menos sí quiero dar una completa
visión de conjunto. Eso sí, en cualquier caso hay que tener en cuenta que la
Revolución Económica no es sino sólo una parte de la Revolución
Nacionalsindicalista, una revolución que aspira a implantar una verdadera
Justicia Social, pero siempre sobre la base de la primacía de lo espiritual,
que es al fin y al cabo lo que da verdadero sentido a nuestra existencia.
Partiendo de ello, podríamos resumir el modelo económico nacionalsindicalista
en los siguientes puntos:
– La soberanía nacional siempre
será ficticia si no viene acompañada de una efectiva y real soberanía
económica. Esto no es sinónimo de autarquía, sino de independencia. No se
trata de dejar de comerciar ni de aislarnos del mundo, sino de poder tomar las
medidas económicas y monetarias que, sin necesidad de perjudicar a los países
más desfavorecidos, mejor convengan a nuestra nación. Este tipo de medidas en
el sistema capitalista siempre suponen perjuicio para otros, pero entiendo que
en un sistema económico sindicalista no sería así, ya que la explotación
que no permitiremos aquí tampoco la vamos a practicar de cara al exterior.
Otra cosa es que no permitir nuestra explotación económica pueda perjudicar a
los explotadores… Recuperar nuestra soberanía económica y monetaria resulta,
pues, un deber ineludible para nosotros.
– Creemos que el Hombre debe ser
el eje sobre el que gire todo el sistema y, por tanto, es el Hombre la
referencia obligada también en economía. La economía debe servir para
mejorar la vida del Hombre, y no puede ser el Hombre el que esté al servicio
de la economía, como sucede en la actualidad.
– Creemos, pues, que partiendo
del Hombre, debe ser su trabajo –con su doble sentido material y espiritual– la
base y el fundamento de la economía, el mayor título de dignidad social
–debiendo tener preeminencia sobre los demás aspectos de la economía
(capital, etc.)–, y debiendo ser considerado no sólo como un derecho, sino
también como un deber social. El vago y el zángano no tienen cabida en
nuestro modelo de sociedad.
– Rechazamos la propiedad
capitalista y defendemos la propiedad natural de los bienes: la propiedad debe
ajustarse a la lógica derivada de la doble finalidad de los mismos, individual
y social, en la proporción apropiada según su naturaleza. Ello nos lleva a
propugnar los siguientes tipos de propiedad: individual (bienes de uso y
consumo), familiar (vivienda, pequeño negocio, etc.), comunal o municipal
(pastos, cotos, etc.), sindical (empresas, organismos de asistencia
sociolaboral, etc.) y nacional (recursos naturales, empresas estratégicas y
militares, etc.).
– El Sindicato: unitario y
aglutinador obligatorio y democrático de todos los trabajadores: directivos,
técnicos y obreros; será el órgano económico sobre el que se fundamentará
todo el entramado económico; estará organizado por ramas de producción y con
criterios geográficos (ámbitos comarcales, provinciales, regionales y
nacional); así mismo tendrá el rango oficial de Órgano Autónomo del Estado
y tendrá presencia en todos los órganos de participación política (y en
todos los niveles), junto con las demás entidades naturales y de convivencia
social que deben encauzar la verdadera (y, por lo tanto, orgánica)
representación del pueblo en las instituciones.
– Los medios de producción (y la
plusvalía) serán de quienes directamente los utilizan para trabajar a través
del Sindicato de Empresa.
– La planificación económica
del Gobierno, como norma general y salvo situaciones excepcionales, sólo puede
ser indicativa, correspondiendo la planificación general de la producción al
Sindicato Nacional según las directrices que emanen del Estado en orden al
bien común.
– El mercado mixto (es decir,
intervenido pero no dirigido) será el método de distribución de los
productos (lo que limitará la planificación), aunque se estimularán las
cooperativas de distribución y consumo (en ello tendrán un especial interés
los propios trabajadores, por lo que es de suponer que el Sindicato pondrá un
especial empeño en su promoción).
– Se nacionalizarán:
• El sistema monetario.
• El sistema bancario.
• Los recursos naturales.
• Las empresas de interés
nacional.
• Los servicios públicos.
• Los seguros.
– La política monetaria estará
basada en el dinero natural (sin intereses, con tasa de uso y con respaldo
basado en el trabajo y en la productividad real), lo que favorecerá la
reducción de costes (en este caso del capital) y la competitividad (aparte de
posibilitar una realista reducción de la jornada laboral, algo no factible en
el sistema actual, pese a los avances de la técnica, por culpa de la propia
dinámica capitalista).
– La capitalización de la
empresa se realizará a través de las aportaciones de los propios trabajadores
(empresarios incluidos), de la Banca Sindical (cuyos fondos se nutrirían de la
parte de la plusvalía destinada a tal fin y del ahorro de los propios
trabajadores, que necesariamente se canalizarían a través de ella) y de
subvenciones (en caso de situaciones económicas difíciles, por interés
nacional y siempre de forma excepcional, podrían autorizarse los préstamos
personales con derecho a un interés pactado y sin derecho a propiedad; los
préstamos personales sólo serían lícitos en esas situaciones para ser
concedidos a quienes se les hayan negado los oficiales y las subvenciones; los
préstamos personales sin interés superior al IPC serían lícitos en todo
caso).
– Reforma Agraria sobre la base
de la reordenación del campo siguiendo una búsqueda racional de unidades
económicas de cultivo y suprimiendo el pago de las rentas para,
posteriormente, expropiar las tierras para asignárselas a los agricultores
según cada caso (desde la propiedad individual a la sindical, pasando por la
familiar y la comunal o municipal), ya que cada tipo de explotación agraria
tiene sus propias características.
– Las competencias sobre
protección social del trabajador serán del Sindicato Nacional, aunque el
Estado estará obligado a actuar siempre de forma subsidiaria para así evitar
que puedan producirse situaciones de desamparo.
– El Estado atenderá a los
parados involuntarios mientras estén en dicha situación, aunque
exigiéndoseles contrapartidas (realizando tareas de interés social o
nacional) para no estar subvencionando el paro voluntario sin pretenderlo.
Una transición posible hacia el
nacionalsindicalismo
Un tema sobre el que ningún
economista que defienda el Nacionalsindicalismo se ha atrevido a tratar con un
mínimo de profundidad y rigor, es el difícil tema de cómo realizar una
transición económica desde el capitalismo. Yo modestamente me he atrevido a
esbozar una serie de ideas al respecto. Espero y deseo que algún economista
con más capacidad y conocimiento se atreva a recoger el guante y profundice
más y mejor en tan difícil tarea. Nada me gustaría más.
Desde mi punto de vista dos son
las posibilidades de transición del sistema capitalista al sindicalista: la
revolucionaria y la reformista.
David Scheweikcart, en su libro
“Más allá del capitalismo”, publicado en España en 1997, planteó una
hipotética transición en EE.UU. hacia lo que él llama la “Democracia
Económica”, y que no es otra cosa que una economía autogestionaria basada en
el cooperativismo. Si bien la realidad económica de los EE.UU. y la Democracia
Económica no son idénticas a la realidad española y a nuestro modelo de
sindicalismo, hay grandes similitudes, por lo que su estudio, con las debidas
adaptaciones, resulta muy útil.
1.- Transición reformista: Es lo
que Scheweickart llama “vía lenta” y supone una transición progresiva
consistente en la adopción de doce medidas fundamentales:
A) Creación de cooperativas, ya
sea partiendo de cero o transformando las empresas ya existentes. No sería
algo repentino, sino algo a fomentar para que se vaya generalizando poco a
poco.
B) En un primer momento se
aumentarían por medio de leyes la participación en la gestión y en los
beneficios de las empresas.
C) Reforzamiento del papel del
movimiento sindical para que actúe como motor del cambio.
D) Control social de la
inversión de la siguiente forma:
1.- Sustituyendo las rentas de la
propiedad como fuente de los fondos de inversión por impuestos.
2.- Obligando al capital a
invertir en su región (relocalización).
3.- Obligando a los inversores a
dar prioridad a lo acordado democráticamente en las empresas frente a las
prioridades del mercado.
E) Puesta en práctica de una
política monetaria de bajos tipos de interés que beneficie a la producción y
rebaje la presión de la deuda pública.
F) Establecimiento de un impuesto
de uso sobre la actividad del capital (en lugar de gravar el consumo o la
renta).
G) Impedir y castigar las
previsibles fugas de capital.
H) Aumento progresivo de la
participación obrera en la gestión y en los beneficios hasta llegar al
100% en ambos casos, pero no la
propiedad. Ésta seguirá siendo de los mismos capitalistas, pero
será finalmente un título sin
valor ninguno.
I) Creación de una red de bancos
públicos municipales o comarcales.
J) Políticas proteccionistas y
reducción del comercio con el exterior, enfocando la producción hacia
el interior (en otros países el
sistema de salariado supone una competencia injusta).
K) Supresión progresiva del
salariado.
L) Traspaso de los fondos
privados de pensiones (que son ingentes sumas de dinero invertidas en
los mercados de valores) a la
Seguridad Social, lo que garantizaría esas pensiones y pondría en manos del
Estado la propiedad de gran parte de la riqueza productiva de la nación.
A estas doce medidas parece
necesario añadir otra que Scheweikcart no contempla, pero que parece
necesaria como continuación
lógica y necesaria de la medida E, tal y como apunta Margrit Kennedy (“Dinero
sin inflación ni tasas de interés”):
M) Transformación del sistema
monetario sustituyendo el interés por la tasa de uso o de circulación (el
dinero libre de intereses tendría una tasa de crecimiento natural), lo que
evitaría los problemas inflacionistas y la consiguiente devaluación de la
moneda.
Pero esta transición reformista
plantea demasiados problemas. En primer lugar tropezaríamos con la resistencia
de los capitalistas, que intentarían fugarse con sus capitales y cerrar sus
empresas antes de que su título de propiedad no tenga valor. Además,
actualmente el movimiento sindical no tiene el vigor necesario para ser motor
del cambio y no es partidario de la autogestión obrera, ya que, según ellos,
acaba con la solidaridad y la conciencia de clase y supone el fin de los
sindicatos tradicionales y sus prebendas.
Además este cambio progresivo en
un solo país, si bien es posible, será difícil si se le añaden los demás
problemas y hay hostilidad exterior (como es previsible). El fenómeno de la
mundialización económica (lo que otros llaman “globalización”) haría
necesario, antes de comenzar con las reformas, un aumento del ahorro interno,
cambiar las pautas y los montos de consumo tanto privado como público, tener controlados
los mercados financieros y reorientar nuestra política internacional hacia
países que no estén interesados en boicotearnos. Hay que añadir las
dificultades que pueden surgir en caso de un ataque financiero desde el
exterior, aunque España, en caso de hundimiento de su moneda tiene la ventaja
de que vería revaluadas sus reservas de divisas (abundantes gracias al
turismo), si bien este efecto sólo tiene una incidencia importante a corto
plazo.
Finalmente, las políticas
proteccionistas perjudican la innovación tecnológica y a los países
subdesarrollados que ven reducidos sus mercados. Todo esto hace pensar a
Scheweickart que, si bien es posible, tal reforma es sumamente improbable que
se pueda completar, pues ningún partido político podría concitar durante el
tiempo necesario el apoyo preciso para culminarla.
2.- Transición revolucionaria:
Se trataría de un cambio radical y repentino que no permita ni vueltas atrás
ni frenos a causa de las dilaciones reformistas (en estas situaciones las
vueltas atrás y las revoluciones a medias tienen siempre consecuencias mucho
peores que cualquier otra alternativa). Debería constar de dos primeras fases,
según el nivel de prioridad de las medidas, y otra de consolidación, aunque
antes se haría necesaria una fase previa de preparación enfocada a garantizar
el suministro necesario de materias primas, energía y alimentos (para lo cual
sería preciso establecer las oportunas alianzas político- económicas con los
países que pudieran asegurarnos dichos suministros), así como a aumentar el
ahorro interno y las demás medidas previas ya apuntadas en el modelo de
transición reformista. Después de esta fase previa de preparación ya
podríamos afrontar las fases de la transición propiamente dicha.
• Primera fase (primeros días de
la transición):
A) Medidas previas de control del
ahorro interno y de control de los mercados financieros
(bloqueo temporal de cuentas no
corrientes, suspensión de las cotizaciones en Bolsa, etc.).
B) Supresión del pago de las
rentas de los productores.
C) Autogestión inmediata de
todas las medianas y grandes empresas, pero manteniendo los directivos
temporalmente.
D) Nacionalización del sistema
bancario y de los seguros.
E) Establecimiento de una
política arancelaria proteccionista como precaución comercial.
F) Ajustes secundarios: Habría
que tratar por separado las hipotecas de vivienda, las rentas de alquiler y los
créditos al consumo, habría que adoptar medidas como el traspaso a la Seguridad
Social de los planes de pensiones privados que dependen de ingresos
accionariales; se compensaría a los pequeños accionistas y rentistas para
evitar la enajenación de miles de acciones y obligaciones; etc.
• Segunda fase (siguientes
semanas y meses):
A) Supresión del salariado.
B) Proceso de sindicalización de
las empresas.
C) Estructuración del
sindicalismo unitario vertical y territorial.
D) Pago de indemnizaciones a los
antiguos propietarios a base de los beneficios que vayan generando las empresas.
E) Posible reducción del
comercio con el exterior, reduciendo las importaciones y creando nuevos
hábitos de consumo si es necesario (Krugman ha demostrado en 1990 que si se
redujera el comercio mundial un 50%, la renta mundial sólo se reduciría un 2
́5%).
F) Creación de un impuesto sobre
el uso de los activos de capital (para compensar la falta del ahorro por la
supresión de los tipos de interés y para reducir la inflación).
• Tercera fase:
Sería en realidad una
continuación de la segunda (incluyendo el nuevo sistema monetario –medida M de
la transición reformista– como continuación lógica de la medida F de la fase
anterior) y culminaría con la adopción de todas las medidas necesarias para
completar el sistema nacionalsindicalista.
Las consecuencias de esta
transición revolucionaria en la primera fase no serían tan perniciosas como
las de la reformista, pues no se da tiempo a los capitalistas a defenderse
cuando aún están fuertes. Al día siguiente de la Revolución casi todos seguirían
trabajando en lo mismo que antes y los directivos seguirían dirigiendo las
empresas. Se seguiría fabricando y vendiendo como antes y sólo se quedarían
en paro los capitalistas y los financieros. Los verdaderos efectos se
empezarían a notar al final de la segunda fase, pero los instrumentos de poder
y de control económico estarán ya en manos del Estado y del Sindicato. Un
cambio similar al descrito Scheweickart lo ve como posible, pero no factible,
si no se dan unas circunstancias revolucionarias. En una democracia liberal
cuesta imaginarse tal perspectiva (ya se vio en la Suecia de 1976).
Lo importante es que el pueblo
desee el cambio y lo apoye. Un pueblo dispuesto a producir riqueza puede salir
adelante por encima de todas las dificultades que, sin duda se le opondrán.
En buena medida los problemas ya
planteados se mostrarán de forma permanente, pero su incidencia será cada vez
menor a medida que se superen las fases iniciales de la transición
revolucionaria, pero dependería mucho de la hostilidad que puedan mostrar las
demás naciones y los centros de poder económico mundial. Un hipotético
bloqueo económico podría tener efectos desastrosos, especialmente si
incluyese a los países que nos exportan energía y materias primas. Ello hace
imprescindible buscar, antes de lanzarse al cambio revolucionario, las alianzas
internacionales precisas para garantizar la viabilidad del cambio.
Evidentemente ningún país de la Unión Europea o los EEUU estaría interesado
en apoyar un cambio de sistema en España (si acaso en boicotearlo), pues sus
intereses chocan con tal circunstancia. Sólo los países sin un interés
directo en inversiones capitalistas en la economía española (más allá del
interés meramente comercial) y que basen su política internacional en el
respeto a la soberanía nacional de las demás naciones, podrían ser los
aliados potenciales de una España Nacionalsindicalista (sin que ello suponga
identificación ideológica mutua, por supuesto, sino sólo alianza
estratégica). Hoy por hoy las opciones de alianza estratégica internacional
no son pocas, y pasan principalmente por los países de la alianza de los BRICS
(Brasil, Rusia, India, China, Sudáfrica y sus aliados, en gran medida de
Hispanoamérica, lo que coloca a España en una posición privilegiada para
buscar esa alianza), que es hacia los que entiendo que interesa reorientar
nuestra estrategia de política internacional de alianzas.
Sería preciso enfocar la
política energética hacia la autosuficiencia, especialmente desarrollando las
energías alternativas, pero hay que ser consciente de que, hoy por hoy, la
autarquía es inviable. Tendríamos que intentar no marginarnos totalmente del
comercio internacional (pese a que en buena medida posiblemente haya que
hacerlo) y optimizar los recursos nacionales. Pero, la verdad es que no es
posible establecer claramente todas las consecuencias económicas de la
aplicación del Nacionalsindicalismo en un medio hostil. Dependería ya de
cuestiones de política internacional ajenas a la propia economía, pero con
indudable incidencia en ella.
Lo que no podemos cuestionar los
falangistas, después de llegar a la conclusión de que el actual sistema
capitalista es la causa de los principales males de la humanidad, del suicidio
del planeta y de nuestra patria, es que la sustitución del capitalismo por un
sistema económico más justo es una alta tarea moral absolutamente necesaria.
Sostener otra cosa es un delito de lesa humanidad y contra España.
Jorge Garrido San Román
Madrid, 11 de abril
de 2015
4 comentarios:
Excelente Blog...los felicito y los sigo a partir de ahora.....les envío mi blog para incorporarlo si desean a la lista de blogs amigos...gracias. Gonzalo v.Montoro Gil......un abrazo.
gonzalovicentemontorogil.blogspot.com REVISIONISMO HISTORICO NACIONAL E INTERNACIONAL
Querido camarada: Nos conocemos desde la época del MN de R. Conozco tu blog es mas estoy por subir dentro de esta serie de capítulos sobre economía, lo que al respecto has escrito en el programa político que consta en esa tu pagina. Te mando un fuerte abrazo.
GUILLERMO ROJAS
El problema no es el capitalismo sino la usura internacional que se adueña de los puestos claves de los gobiernos con la ayuda de los congresos cipayos. Los sindicalistas son tan criminales como los congresistas cipayos.
Creo humildemente que una cosa es el mercado que como tal tiene existencia pre capitalista y otra es el capitalismo y mas aun el capitalismo como se lo conoce actualmente, de manera tal que si haces desaparecer la usura el capitalismo actual desaparece.
No se si vos linkeaste una serie de artículos y un vídeo de un idiota conocido como El Presto que como no tienen relación con este articulo me permití no publicarlos. Saludos
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