JUAN PABLO VITALI
Muy extraño sería, que un griego del siglo de Pericles, o un romano bajo el Imperio de Augusto, se preguntaran sobre su identidad.
Sin caer en tales alturas históricas, podemos decir que nosotros, en este sagrado Sur, tampoco necesitábamos hacernos esa pregunta tiempo atrás, porque lo que nos dio origen, vivía en nosotros muy naturalmente, muy entrañablemente. Teníamos una forma de ser, de pensar, de sentir, un territorio, una clara conciencia del proceso histórico que nos otorgó nuestro destino, y nos imprimió en el alma nuestra cultura.
La conquista, los criollos, la fusión, la mutación del hombre europeo en la polaridad Sur, en su nueva misión irrenunciable, corría firmemente por nuestras venas.
Todos teníamos una somera idea de cuáles eran nuestros ascendientes más o menos inmediatos; pero no era ése, un tema que nos preocupara demasiado. Nuestro tema era la Patria y nuestro destino común, nuestras luchas, y la defensa de lo que considerábamos justo, y sentíamos como propio.
Siempre supimos sobre la incidencia del imperio anglosajón en nuestro Sur. Siempre supimos que no éramos ni queríamos convertirnos en eso: Una furia mercantil y expoliadora.
Nuestra cultura hospitalaria, pudo sostener la amistad de muchas razas, porque todos participaban de ella, que se mantenía firme en su eje cósmico inmutable. Todos depositaban aquí sus mejores esperanzas, iluminados por la Cruz del Sur, enriqueciéndonos.
El largo camino de Grecia, de Roma y de España, había desembarcado sus estandartes en nuestras playas, y bajo su sombra, cobijó a otras razas del continente. Con el aporte de esa sangre, San Martín libertó esta parte de América del Sur.
El sabio ciclo de la conquista y la fusión, fortaleció a los ejércitos libertadores, que debieron hacerse cargo de nuestro espacio, cuando se disgregó el Imperio Español.
El gaucho, el llanero, el roto, el charro, los hombres del cuchillo, de la guitarra y del caballo, fueron entonces estirpe y arquetipo, nuestros paisanos, nuestra elite guerrera, nuestros caudillos.
Los inmigrantes sucesivos – sobre todo los de las guerras y las hambrunas europeas - sintieron también como algo natural, la nueva etapa que signaba su destino, en la hospitalidad, en la amplitud del territorio, y en la perfecta continuidad histórica de su cultura y de su destino.
Pero por detrás, lentamente, crecía la sanguinaria determinación del nuevo imperio, y el odio sin límites de los resentidos. Dos caras de un materialismo irreductible.
Sobre esas bases, se instaló la dialéctica del odio y la ambición, que nos fue saqueando la identidad, encaminándonos hacia una síntesis tan morbosa como preconcebida, denominada progresismo.
Los saqueadores pasaron a menudo del comercio al homicidio, fundamentando los hechos en el buen funcionamiento de la economía, según el correcto sentido del mundo – de su mundo, claro -.
A los resentidos, se les suministró muy pronto una ideología a su medida: el marxismo, que se complementó con otras ideas afines, de las cuales quiero mencionar especialmente el indigenismo, ese extraño racismo antirracista, que pretende volver la historia hasta antes de la conquista, hablando en español – cuando no en inglés -, con teléfonos celulares, por medio de ongs y apoyos internacionales – siempre desinteresados, claro -.
También quieren dejar su antigua Patria, quienes pretenden hacerse ciudadanos de la patria única global, porque creen asegurarse así, algunas utilidades en el mundo ficticio del dinero, en medio del cual piensan mantenerse en pie, por medio de sus capacidades superiores, o sea, tener cierta cantidad de dinero, fabricado ilimitadamente por sus amos, como un mero papel a su servicio.
Pero nosotros, no tenemos opción, porque el Sur fue un lugar que amamos demasiado. Y digo el Sur, porque es un hermoso término poético, abarcativo de nuestra hermandad continental hispanoamericana, y porque es un símbolo y un mito, porque señala y convoca, porque la gran flecha de nuestro mapa señala un polo místico al Sur del Sur, hacia la Antártida, hacia Las Malvinas, un destino que de no asumirse, se convertirá también en un castigo.
Todas nuestras energías estuvieron en amar ese Sur, nuestro Sur, y no en preguntarnos sobre una identidad que teníamos muy clara.
Acaso teníamos todo demasiado cerca, y entonces era muy fácil amarlo: La tierra era todavía poderosa, y hablaba por sus árboles, por sus montañas y por sus ríos. Las personas eran honestas, respetuosas y leales. Las familias eran bien constituidas y amplias, como las de los antiguos romanos. Los jardines, los trenes, los desfiles, las escuelas, el trabajo, y la voluntad de ser y resistir, hacían el resto.
Ciertamente, se puede escribir un tratado sobre la conformación de una identidad. Quizá hayan escrito alguno que valga la pena, pero allí no se encontrará la magia, que sólo conoce quien la ha experimentado. No se explicarán allí los patios, los portones, los jardines oscuros, los zaguanes, y toda una estética austera y elevada.
No, la historia no vuelve atrás, pero el sentido de ser criollo, de haberse desprendido un día de un continente, para forjar uno nuevo, hecho de voluntad, de acero y de distancia, no puede perderse para siempre, entre los dominios dialécticos de globalizadores y resentidos.
Con nuestro Ser, recibimos nuestro destino, lo demás, es sólo un episodio más de la devastación global, algo que muchos de nosotros, jamás podremos aceptar.
Sin caer en tales alturas históricas, podemos decir que nosotros, en este sagrado Sur, tampoco necesitábamos hacernos esa pregunta tiempo atrás, porque lo que nos dio origen, vivía en nosotros muy naturalmente, muy entrañablemente. Teníamos una forma de ser, de pensar, de sentir, un territorio, una clara conciencia del proceso histórico que nos otorgó nuestro destino, y nos imprimió en el alma nuestra cultura.
La conquista, los criollos, la fusión, la mutación del hombre europeo en la polaridad Sur, en su nueva misión irrenunciable, corría firmemente por nuestras venas.
Todos teníamos una somera idea de cuáles eran nuestros ascendientes más o menos inmediatos; pero no era ése, un tema que nos preocupara demasiado. Nuestro tema era la Patria y nuestro destino común, nuestras luchas, y la defensa de lo que considerábamos justo, y sentíamos como propio.
Siempre supimos sobre la incidencia del imperio anglosajón en nuestro Sur. Siempre supimos que no éramos ni queríamos convertirnos en eso: Una furia mercantil y expoliadora.
Nuestra cultura hospitalaria, pudo sostener la amistad de muchas razas, porque todos participaban de ella, que se mantenía firme en su eje cósmico inmutable. Todos depositaban aquí sus mejores esperanzas, iluminados por la Cruz del Sur, enriqueciéndonos.
El largo camino de Grecia, de Roma y de España, había desembarcado sus estandartes en nuestras playas, y bajo su sombra, cobijó a otras razas del continente. Con el aporte de esa sangre, San Martín libertó esta parte de América del Sur.
El sabio ciclo de la conquista y la fusión, fortaleció a los ejércitos libertadores, que debieron hacerse cargo de nuestro espacio, cuando se disgregó el Imperio Español.
El gaucho, el llanero, el roto, el charro, los hombres del cuchillo, de la guitarra y del caballo, fueron entonces estirpe y arquetipo, nuestros paisanos, nuestra elite guerrera, nuestros caudillos.
Los inmigrantes sucesivos – sobre todo los de las guerras y las hambrunas europeas - sintieron también como algo natural, la nueva etapa que signaba su destino, en la hospitalidad, en la amplitud del territorio, y en la perfecta continuidad histórica de su cultura y de su destino.
Pero por detrás, lentamente, crecía la sanguinaria determinación del nuevo imperio, y el odio sin límites de los resentidos. Dos caras de un materialismo irreductible.
Sobre esas bases, se instaló la dialéctica del odio y la ambición, que nos fue saqueando la identidad, encaminándonos hacia una síntesis tan morbosa como preconcebida, denominada progresismo.
Los saqueadores pasaron a menudo del comercio al homicidio, fundamentando los hechos en el buen funcionamiento de la economía, según el correcto sentido del mundo – de su mundo, claro -.
A los resentidos, se les suministró muy pronto una ideología a su medida: el marxismo, que se complementó con otras ideas afines, de las cuales quiero mencionar especialmente el indigenismo, ese extraño racismo antirracista, que pretende volver la historia hasta antes de la conquista, hablando en español – cuando no en inglés -, con teléfonos celulares, por medio de ongs y apoyos internacionales – siempre desinteresados, claro -.
También quieren dejar su antigua Patria, quienes pretenden hacerse ciudadanos de la patria única global, porque creen asegurarse así, algunas utilidades en el mundo ficticio del dinero, en medio del cual piensan mantenerse en pie, por medio de sus capacidades superiores, o sea, tener cierta cantidad de dinero, fabricado ilimitadamente por sus amos, como un mero papel a su servicio.
Pero nosotros, no tenemos opción, porque el Sur fue un lugar que amamos demasiado. Y digo el Sur, porque es un hermoso término poético, abarcativo de nuestra hermandad continental hispanoamericana, y porque es un símbolo y un mito, porque señala y convoca, porque la gran flecha de nuestro mapa señala un polo místico al Sur del Sur, hacia la Antártida, hacia Las Malvinas, un destino que de no asumirse, se convertirá también en un castigo.
Todas nuestras energías estuvieron en amar ese Sur, nuestro Sur, y no en preguntarnos sobre una identidad que teníamos muy clara.
Acaso teníamos todo demasiado cerca, y entonces era muy fácil amarlo: La tierra era todavía poderosa, y hablaba por sus árboles, por sus montañas y por sus ríos. Las personas eran honestas, respetuosas y leales. Las familias eran bien constituidas y amplias, como las de los antiguos romanos. Los jardines, los trenes, los desfiles, las escuelas, el trabajo, y la voluntad de ser y resistir, hacían el resto.
Ciertamente, se puede escribir un tratado sobre la conformación de una identidad. Quizá hayan escrito alguno que valga la pena, pero allí no se encontrará la magia, que sólo conoce quien la ha experimentado. No se explicarán allí los patios, los portones, los jardines oscuros, los zaguanes, y toda una estética austera y elevada.
No, la historia no vuelve atrás, pero el sentido de ser criollo, de haberse desprendido un día de un continente, para forjar uno nuevo, hecho de voluntad, de acero y de distancia, no puede perderse para siempre, entre los dominios dialécticos de globalizadores y resentidos.
Con nuestro Ser, recibimos nuestro destino, lo demás, es sólo un episodio más de la devastación global, algo que muchos de nosotros, jamás podremos aceptar.
1 comentario:
"No se explicarán allí los patios, los portones, los jardines oscuros, los zaguanes, y toda una estética austera y elevada."
Poesía pura. Dicho sea de paso, aprovecho para denunciar el genocidio arquitectónico que está padeciendo nuestro país en pos de adefesios foráneos mal llamados edificios.
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