Lo sé. No me lo señalen. Juntar estos tres conceptos parecería ser
algo así como una utopía. O un sueño imposible; por no usar términos más
fuertes. Considerando nuestra experiencia cotidiana y viendo las
noticias que la política nos obsequia todos los días, parecería ser que
el último término es el antónimo de los dos primeros. En la realidad que
hoy nos toca vivir, la virtud y la verdad excluyen a la política. O
bien, visto desde el lado opuesto, la política parece haber desterrado a
la virtud y a la verdad de su ámbito de acción.
Claro que ningún político lo admitiría en público. Pero, en privado, el 99% de los políticos está convencido de que laRealpolitik no
tiene nada que ver con la virtud. Y con la verdad podría llegar a tener
algo que ver tan sólo en la medida en que ésta resulta inofensiva o
funcional. Lo triste, sin embargo, no es que los políticos gobernantes
tengan estos criterios. Lo realmente triste es que un enorme porcentaje
de los gobernados estaría de acuerdo. Más aun, los economistas hasta
agregarían argumentos tendientes a sostener que al mercado lo gobierna
una pluralidad de intereses, y no las virtudes ni la verdad absoluta.
Según la visión economicista predominante, cada uno defiende sus propios
intereses y la situación en un momento dado no es más que el resultado
de la lucha de esos intereses. Ya lo dijo alguna vez Disraeli: en
política sólo hay intereses permanentes. ¿El interés general? No seamos
ilusos. No hay intereses generales en una universalidad mundial amorfa y
heterogénea. No los hay porque no puede haberlos. A lo sumo puede haber
una suma algebraica de intereses particulares. Para que haya intereses
generales debe haber cierto grado de homogeneidad relativa. La
heterogeneidad absoluta no admite generalizaciones.
Y, sin embargo, no siempre se lo entendió así.
Hace
dos mil cuatrocientos años, en la utopía de Platón, la sociedad de la
ciudad-estado se constituía idealmente sobre tres virtudes cardinales.
Según el modelo platónico, en la cúspide de la pirámide comunitaria hay
un rey-filósofo legislador quien, con la virtud de la sabiduría,
dirige los asuntos del Estado según los intereses objetivos de la
comunidad. Los guardianes – esto es: la aristocracia que cuida del orden
y de la seguridad tanto interna como externa – enfrenta a los enemigos
de la comunidad con la virtud de la valentía. Por su parte, el pueblo – el demos – cumple con sus labores y vive su vida practicando la virtud de la sobriedad.
Según
el sabio griego, el verdadero Estado, garante de la justicia y promotor
de la felicidad de sus ciudadanos, es pues aquél en dónde el gobernante
es sabio, la élite es valiente y el pueblo es sobrio. Verdad,
sabiduría, valentía, sobriedad, justicia . . . en tanto conceptos
políticos . . . ¿serán tan sólo utopías? Es posible. Aunque, en todo
caso, nada nos obliga a desechar de plano esos valores y renunciar a
lograr una aproximación viable.
Sin embargo, muchos los
han desechado. Por ejemplo, Karl Popper, después de emigrar de Austria
cuando ésta se anexó a la Alemania de Hitler, recaló en Nueva Zelanda.
Allí, escribió La Sociedad Abierta y sus Enemigos en dónde
analiza con una minuciosidad casi obsesiva las sociedades del pasado –
ya sean las propuestas o las efectivamente construidas – poniendo la
lupa especialmente sobre las que considera “cerradas”. Es decir: sobre
aquellas que se hallan en contradicción con los principios liberales ya
que se supone que las sociedades construidas de acuerdo con estos
principios – los liberales – constituyen sociedades “abiertas”. Por
consiguiente, no es de extrañar que Popper haya creído descubrir
elementos fascistas hasta en la utopía estatal de Platón y se niegue a
registrar lo esencial del mensaje bastante actual que encierra la politeiaplatónica,
aun a pesar de que nadie niega, ni pretendería copiar a ciegas, su
carácter rígido y su estructura en castas. La filosofía política de
Popper no tendría mayor trascendencia si el hombre fuese un anacoreta
viviendo en las alturas de su castillo académico, envuelto en una nube
ideológica. Pero sucede que, quizás no por casualidad, es el padre
espiritual de George Soros cuyo Open Society Institute (Instituto
Sociedad Abierta) es una obviamente abierta alusión al libro de su
maestro y amigo. Una idea es una idea. Pero una idea con tanta plata
detrás ya es un proyecto.
Para entender este proyecto lo que hay que tener presente es que, más allá de la rigidez de la estructura formal de lapoliteia platónica,
la diferencia esencial entre el Estado de Platón y el Estado liberal
que defiende Popper reside en los fundamentos. El Estado liberal es una
moneda de dos caras. Una de ellas, la que hace al discurso, tiene
grabada la estatua de la libertad. La otra, la que hace a su verdadero
valor, sólo lleva grabado un número. En otras palabras: detrás de la
fachada de la libertad, el Estado liberal se estructura sobre la base
del dinero. En contrapartida, el Estado platónico se organiza y
estructura sobre la base de la virtud con lo cual el objetivo de este
Estado es la vida virtuosa y no el poder del dinero. Como decíamos
antes: no debe ser ninguna casualidad que George Soros haya tomado a
Popper y no a Platón como punto de referencia.
Pero no nos
quedemos con Platón. Invitemos también a Aristóteles al debate. Si lo
hacemos, descubriremos que, según el estagirita, el hombre es un zoon politicon;
es decir: un animal político o bien, dicho en forma algo menos
zoológica, un ser social. Aristóteles lo discute a Platón en muchos
aspectos pero está de acuerdo con él en que el Estado tiene por
finalidad el logro de la felicidad del ser humano que vive en comunidad.
Sucede, sin embargo, que el camino que lleva a esa felicidad y que al
mismo tiempo permite la organización social con niveles de calidad
aceptables es, precisamente, la vida virtuosa. Es decir: aquél “dorado
término medio” que, equidistante de las exageraciones extremas,
constituye tanto el dominio del sentido común como el imperio del
equilibrio y la cordura, sin por ello caer en la mediocridad.
Mirémoslo
desde otro ángulo más. Si hablamos de virtud y política cabe la
pregunta: ¿acaso la política no es esencialmente amoral? De hecho, la
política no hace la moral; la acepta. No hay político que pueda imponerle a
todo un pueblo una moral diferente a la que se desprende de los valores
etnoculturales que afirma y sostiene toda la comunidad. Además de ello,
como todas las profesiones, también la política tiene su Código de
Ética propio. Desde el punto de vista político práctico puede muy bien
ser cierta la sentencia de Max Weber según el cual quien se dedica a la
política inevitablemente deberá hacer en algún momento “un pacto con el
diablo”. Es que la política, como también señala Weber, no se maneja con
los criterios de la ética absoluta sino con los criterios de la ética
de la responsabilidad. Y ello es así porque la ética absoluta es con
frecuencia inaplicable en la praxis política concreta. La ética absoluta
exige que pongamos la otra mejilla. Siempre. Sin condiciones ni
subterfugios. Por el contrario, la ética de la responsabilidad exige que
organicemos una defensa eficaz y neutralicemos al agresor. Porque de no
hacerlo, millones de personas nos harán responsables por las
consecuencias. Al santo que pone la otra mejilla lo admiramos. Al
político que no usa su poder de coerción para detener al que nos agrede
lo acusamos de mal desempeño de la función pública.
La
ética absoluta es para los santos. No podemos pedir de los políticos que
sean santos y no podemos pedirle a la política que sea ejercida por
santos. En ése sentido es sustentable que se diga que la política y la
moral absoluta transitan por carriles distintos. Pero que la política
sea o pueda ser, en alguna medida, A-moral en términos absolutos no significa que deba o pueda ser IN-moral e irresponsable en términos concretos y, por lo tanto, corrupta e ilegítima en su ejercicio objetivo.
De
hecho y en la realidad concreta, el objetivo de la actividad política
no es tanto la práctica cotidiana e impoluta de la virtud sino el
establecimiento y el mantenimiento de un marco que posibilite la vida virtuosa y contribuya así a la posibilidad de que los seres humanos que viven en comunidad puedan ser
felices. No se trata de una utopía. En todo caso, se trata de una
actitud positiva, concreta y viable alimentada en última instancia por
un ideal más – o menos – utópico. No podemos pedirle a los políticos que
sean santos; pero, decididamente, podemos y debemos exigirles que sean
responsables. Podemos y debemos pedirles que estructuren y gobiernen una
sociedad en dónde la santidad sea al menos posible y respetada. Ése es
el criterio de la larga lista de los pensadores de Occidente que
hicieron grandes esfuerzos por relacionar la virtud con la política,
desde los griegos antiguos, pasando por la filosofía cristiana con
figuras como la de San Agustín cuya utopía también coloca sobre bases
éticas el ideal de la Ciudad de Dios, hasta Federico el Grande de Prusia
que consideraba la labor del Estado como un servicio y veía al Jefe del
Estado tan sólo como el primer servidor de la nación.
Realmente,
no sólo a escala temporal estamos lejos de aquellos ideales. A los
efectos prácticos estamos incluso muy lejos de la era de Libertad,
Igualdad y Fraternidad proclamada por la revolución liberal. El
demoliberalismo, la doctrina y la teoría de la libertad (cuando es de
“derecha”) o del igualitarismo (cuando es de “izquierda”), ha demostrado
ser solamente una pantalla que oculta la verdadera esencia de la
política actual en dónde la fraternidad se ha perdido por el camino.
Porque la verdadera esencia de esa política es el imperio del dinero. Su
dinámica es la guerra entre la codicia de los que tienen y el
resentimiento de los que quedaron afuera. Codicia y resentimiento son,
así, las fuerzas impulsoras del actual sistema. La codicia genera
explotación y corrupción. El resentimiento genera venganzas y demagogia.
El
resultado es la política actual y el mundo que esta política construye.
Para comprobarlo basta con abrir cualquier diario o visitar cualquier
página de noticias en Internet. En esto, no hay una gran diferencia
entre países del “primer mundo” y aquellos del “resto del mundo” que en
una época todavía no lejana se llamaban “subdesarrollados”. Habrá
matices, pero más allá de los matices todo el mundo se queja de lo
mismo: corrupción, inseguridad, conflictos, egoísmo, materialismo,
extorsiones, guerras, especulaciones. . . La lista es larga pero no es
tan difícil ver que todos sus elementos apuntan en un mismo sentido:
hacia la guerra entre la codicia y el resentimiento.
La
gran pregunta, con todo, es cómo hacemos para detener esta guerra.
Lamentablemente hay sólo dos caminos: o bien eliminamos el actual
régimen y lo suplantamos por otro mejor; o bien lo dejamos morir de
muerte natural y, mientras tanto, nos preparamos para construir sobre
sus ruinas. Para lo primero hace falta poder político. Para lo segundo
hacen falta personas comprometidas con valores firmes, dispuestas a no
dejar morir la tradición de la virtud y la verdad. Lo primero implica
una revolución política. Lo segundo implica una revolución cultural. La
Historia sugiere que, por regla general, las revoluciones culturales
preceden a las revoluciones políticas. Es solamente una regla. No es una
ley. Y las reglas admiten excepciones.
Pero, en todo
caso, en esta guerra en la que todos estamos voluntaria o
involuntariamente involucrados, se ha vuelto a verificar el antiguo
axioma de que la primera víctima de toda guerra es la verdad.
Recuperarla sería probablemente el mejor primer paso que podríamos dar.
Denes Martos
03/Septiembre/2010
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