He querido que el primer texto de este blog sea
como una verdadera declaración de intenciones, y por ello creo que este
texto (con las limitaciones y añadidos impuestos por el hecho de ser el
prólogo a un libro -no he querido quitar nada del original-), obra de
José Antonio Primo de Rivera, las refleja perfectamente: hay que unir
Tradición y Revolución si se quieren conservar los valores, la Fe y la
Patria de nuestros mayores y, al mismo tiempo, buscar una verdadera
Justicia Social.
En los ambientes falangistas se comete con demasiada frecuencia el error de identificar tradicionalismo con carlismo. El carlismo es tradicionalista, por supuesto, pero ni todo el tradicionalismo es carlismo, ni mucho menos hay que ser carlista para ser plenamente tradicionalista. ¿Alguien puede dudar del tradicionalismo de un Marcelino Menéndez Pelayo, nada carlista por cierto? Y los ejemplos que podrían ponerse son muchos más, por supuesto.
* * *
* * *
Cierta mañana se me presentó en casa un hombre a quien no conocía: era Pérez de Cabo, el autor de las páginas que siguen a este prólogo. Sin más ni más me reveló que había escrito un libro sobre la Falange. Resultaba tan insólito el hecho de que alguien se aplicara a contemplar el fenómeno de la Falange hasta el punto de dedicarle un libro, que le pedí prestadas unas cuartillas y me las leí de un tirón, robando minutos a mi ajetreo. Las cuartillas estaban llenas de brío y no escasas de errores. Pérez de Cabo, en parte, quizá por la poca difusión de nuestros textos; en otra parte, quizá –no en vano es español–, porque estuviera seguro de haber acertado sin necesidad de texto alguno, veía a la Falange con bastante deformidad. Pero aquellas páginas estaban escritas con buen pulso. Su autor era capaz de hacer cosas mejores. Y en esta creencia tuve con él tan largos coloquios, que en las dos refundiciones a que sometió su libro lo transformó por entero. Pérez de Cabo, contra lo que hubiera podido hacer sospechar una impresión primera, tiene una virtud rara entre nosotros: la de saber escuchar y leer. Con las lecturas que le suministré y con los diálogos que sostuvimos, hay páginas de la obra que sigue que yo suscribiría con sus comas. Otras, en cambio, adolecen de alguna imprecisión, y la obra entera tiene lagunas doctrinales que hubiera llenado una redacción menos impaciente. Pero el autor se sentía aguijoneado por dar su libro a la estampa, y ni yo me sentía con autoridad para reprimir su vehemencia, ni, en el fondo, renunciaba al gusto de ver tratada a la Falange como objeto de consideración intelectual, en apretadas páginas de letra de molde. El propio Pérez de Cabo hará nuevas salidas con mejores pertrechos; pero los que llevamos dos años en este afán agridulce de la Falange le agradecemos de por vida que se haya acercado a nosotros trayendo, como los niños un pan, un libro bajo el brazo.
JOSÉ ANTONIO PRIMO DE RIVERA
Blog de Jorge Garrido www.clamareneldesierto.blogspot.com
En los ambientes falangistas se comete con demasiada frecuencia el error de identificar tradicionalismo con carlismo. El carlismo es tradicionalista, por supuesto, pero ni todo el tradicionalismo es carlismo, ni mucho menos hay que ser carlista para ser plenamente tradicionalista. ¿Alguien puede dudar del tradicionalismo de un Marcelino Menéndez Pelayo, nada carlista por cierto? Y los ejemplos que podrían ponerse son muchos más, por supuesto.
Ni
qué decir tiene, en el terreno del tradicionalismo también ha sido muy
común el error (especialemente extendido entre los carlistas) de
identificar revolución con liberalismo y con marxismo. El matiz en este
caso sería el mismo: liberalismo y marxismo son revolucionarios (rompen
con el sistema de valores y creencias tradicional, así como con el
sistema económico de cada época), pero se puede ser perfectamente
revolucionario en lo económico o material siendo, al mismo tiempo,
tradicionalista en todo lo demás (lo espiritual). Y eso, que es lo que
representa la Falange, jamás fue entendido así por la mayoría de los
carlistas (incluidos intelectuales de la talla de Rafael Gambra Ciudad
-¡cuantas generaciones de españoles aprendieron las bases de la
filosofía en sus magníficos libros de texto!-, quien en su interesante
libro "Tradición o mimetismo" se empeña en identificar la Falange con el
pensamiento moderno antitradicional y revolucionario, en el sentido más
negativo del término).
Eso sí, urge
aclarar que el reconocimiento de esa mutua incomprensión arriba no
supone de ninguna manera una defensa de la unificación entre la Falange y
el carlismo, ya que se trata de dos ideologías diferentes no tanto en
muchos de sus principios como, sobre todo, en sus planteamientos
políticos y económicos concretos (republicanos/monárquicos,
sindicalismo/gremialismo, descentralización administrativa/foralismo,
concepción orgánica del Estado al servicio de la nación/concepción del
Estado más como un instrumento al servicio de la monarquía en cuanto
cabeza de "las españas", confesionalidad católica con separación de
funciones entre Iglesia y Estado y con tolerancia
religiosa/confesionalidad más cercana a la teocracia con mezcla de
funciones, etc.).
No, tal unificación no
puedo defenderla de ninguna manera, y menos aún porque esa síntesis
posible -y necesaria- ya existía: eso precisamente era lo que
representaba -y representa- Falange Española de las JONS.
Yo
me he sentido siempre profundamente identificado con este texto porque,
siendo como soy un firme partidario del sindicalismo revolucionario, al
mismo tiempo soy muy tradicionalista en lo que a valores y religión se
refiere (lo cual, por otra parte, no me hace menos pecador que a los
demás, por supuesto, aunque sí seguramente más consciente de ello...).
Pero bueno, ya he dicho bastante por esta vez, así que nada mejor que dejar que lo explique el propio José Antonio:
LA TRADICIÓN Y LA REVOLUCIÓN
Que
asistimos al final de una época es cosa que ya casi nadie, como no sea
por miras interesadas, se atreve a negar. Ha sido una época, esta que
ahora agoniza, corta y brillante; su nacimiento se puede señalar en la
tercera década de] siglo XVIII; su motor interno acaso se expresa con
una palabra: el optimismo. El siglo XIX –desarrollado bajo las sombras
tutelares de Smith y Rousseau– creyó, en efecto, que dejando las cosas a
sí mismas producirían los resultados mejores, en lo económico y en lo
político. Se esperaba que el libre cambio, la entrega de la economía a
su espontaneidad, determinaría un bienestar indefinidamente creciente. Y
se suponía que el liberalismo político, esto es, la derogación de toda
norma que no fuere aceptada por el libre consenso de los más, acarrearía
insospechadas venturas. Al principio los hechos parecieron dar la razón
a tales vaticinios: el siglo XIX conoció uno de los periodos más
enérgicos, alegres e interesantes de la Historia; pero esos periodos han
sido conocidos, en esfera más reducida, por todos los que se han
resuelto a derrochar una gran fortuna heredada. Para que el siglo XIX
pudiera darse el gusto de echar los pies por alto fue preciso que siglos
y siglos anteriores almacenasen reservas ingentes de disciplina, de
abnegación y de orden. Acaso lo que se estime como gloria del siglo XIX
sea, por el contrario, la póstuma exaltación de aquellos siglos que
menos se parecieron al XIX, y sin los cuales el XIX no se hubiera podido
dar el lujo de existir.
Lo
cierto es que el brillo magnífico del liberalismo político y económico
duró poco tiempo. En lo político, aquella irreverencia a toda norma
fija, aquella proclamación de la libertad de crítica sin linderos, vino a
parar en que, al cabo de unos años, el mundo no creía en nada; ni
siquiera en el propio liberalismo que le había enseñado a no creer. Y en
lo económico, el soñado progreso indefinido volvió un día,
inesperadamente, la cabeza y mostró un rostro crispado por los horrores
de la proletarización de las masas, del cierre de las fábricas, de las
cosechas tiradas al mar, del paro forzoso, del hambre.
Así,
al siglo XX, sobre todo a partir de la guerra, se le llenó el alma del
amargo estupor de los desengaños. Los ídolos, otra vez escayola en las
hornacinas, no le inspiraban fe ni respeto. Y, por otra parte, ¡es tan
difícil, cuando ya se ha perdido la ingenuidad, volver a creer en Dios!
* * *
He
aquí la tarea de nuestro tiempo: devolver a los hombres los sabores
antiguos de la norma y del pan. Hacerles ver que la norma es mejor que
el desenfreno; que hasta para desenfrenarse alguna vez hay que estar
seguro de que es posible la vuelta a un asidero fijo. Y, por otra parte,
en lo económico, volver a poner al hombre los pies sobre la Tierra,
ligarle de una manera más profunda a sus cosas: al hogar en que vive y a
la obra diaria de sus manos. ¿Se concibe forma más feroz de existencia
que la del proletario que acaso vive durante cuatro lustros fabricando
el mismo tornillo en la misma nave inmensa, sin ver jamás completo el
artificio de que aquel tornillo va a formar parte y sin estar ligado a
la fábrica más que por la inhumana frialdad de la nómina?
Todas
las juventudes conscientes de su responsabilidad se afanan en reajustar
el mundo. Se afanan por el camino de la acción y, lo que importa más,
por el camino del pensamiento, sin cuya constante vigilancia la acción
es pura barbarie. Mal podríamos sustraernos a esa universal preocupación
nosotros, los hombres españoles, cuya juventud vino a abrirse en las
perplejidades de la trasguerra. Nuestra España se hallaba, por una
parte, como a salvo de la crisis universal; por otra parte, como
acongojada por una crisis propia, como ausente de sí misma por razones
típicas de desarraigo que no eran las comunes al mundo. En la coyuntura,
unos esperaban hallar el remedio echándolo todo a rodar (esto de querer
echarlo todo a rodar, salga lo que salga, es una actitud característica
de las épocas degeneradas; echarlo todo a rodar es más fácil que
recoger los cabos sueltos, anudarlos, separar lo aprovechable de lo
caduco... ¿No será la pereza la musa de muchas revoluciones?). Otros,
con un candor risible, aconsejaban, a guisa de remedio, la vuelta pura y
simple a las antiguas tradiciones, como si la tradición fuera un estado
y no un proceso, y como si a los pueblos les fuera más fácil que a los
hombres el milagro de andar hacia atrás y volver a la infancia.
Entre
una y otra de esas actitudes se nos ocurrió a algunos pensar si no
sería posible lograr una síntesis de las dos cosas: de la revolución –no
como pretexto para echarlo todo a rodar, sino como ocasión quirúrgica
para volver a trazar todo con un pulso firme al servicio de una norma– y
de la tradición –no como remedio, sino como sustancia; no con ánimo de
copia de lo que hicieron los grandes antiguos, sino con ánimo de
adivinación de lo que harían en nuestras circunstancias–. Fruto de esta
inquietud de unos cuantos nació la Falange. Dudo que ningún movimiento
político haya venido al mundo con un proceso interno de más austeridad,
con una elaboración más severa y con más auténtico sacrificio por parte
de sus fundadores, para los cuales –¿quién va a saberlo como yo?– pocas
cosas resultan más amargas que tener que gritar en público y sufrir el
rubor de las exhibiciones.
* * *
Pero
como por el mundo circulaban tales y cuales modelos, y como uno de los
rasgos característicos del español es su perfecto desinterés por
entender al prójimo, nada pudo parecerse menos al sentido dramático de
la Falange que las interpretaciones florecidas a su alrededor en mentes
de amigos y enemigos. Desde los que, sin más ambages, nos suponían una
organización encaminada a repartir estacazos, hasta los que, con más
empaque intelectual, nos estimaban partidarios de la absorción del
individuo por el Estado; desde los que nos odiaban como a representantes
de la más negra reacción, hasta los que suponían querernos muchísimo
para ver en nosotros una futura salvaguardia de sus digestiones, ¡cuánta
estupidez no habrá tenido uno que leer y oír acerca de nuestro
movimiento! En vano hemos recorrido España desgañitándonos en discursos;
en vano hemos editado periódicos; el español, firme en sus primeras
conclusiones infalibles, nos negaba, aun a título de limosna, lo que
hubiéramos estimado más: un poco de atención.
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Cierta mañana se me presentó en casa un hombre a quien no conocía: era Pérez de Cabo, el autor de las páginas que siguen a este prólogo. Sin más ni más me reveló que había escrito un libro sobre la Falange. Resultaba tan insólito el hecho de que alguien se aplicara a contemplar el fenómeno de la Falange hasta el punto de dedicarle un libro, que le pedí prestadas unas cuartillas y me las leí de un tirón, robando minutos a mi ajetreo. Las cuartillas estaban llenas de brío y no escasas de errores. Pérez de Cabo, en parte, quizá por la poca difusión de nuestros textos; en otra parte, quizá –no en vano es español–, porque estuviera seguro de haber acertado sin necesidad de texto alguno, veía a la Falange con bastante deformidad. Pero aquellas páginas estaban escritas con buen pulso. Su autor era capaz de hacer cosas mejores. Y en esta creencia tuve con él tan largos coloquios, que en las dos refundiciones a que sometió su libro lo transformó por entero. Pérez de Cabo, contra lo que hubiera podido hacer sospechar una impresión primera, tiene una virtud rara entre nosotros: la de saber escuchar y leer. Con las lecturas que le suministré y con los diálogos que sostuvimos, hay páginas de la obra que sigue que yo suscribiría con sus comas. Otras, en cambio, adolecen de alguna imprecisión, y la obra entera tiene lagunas doctrinales que hubiera llenado una redacción menos impaciente. Pero el autor se sentía aguijoneado por dar su libro a la estampa, y ni yo me sentía con autoridad para reprimir su vehemencia, ni, en el fondo, renunciaba al gusto de ver tratada a la Falange como objeto de consideración intelectual, en apretadas páginas de letra de molde. El propio Pérez de Cabo hará nuevas salidas con mejores pertrechos; pero los que llevamos dos años en este afán agridulce de la Falange le agradecemos de por vida que se haya acercado a nosotros trayendo, como los niños un pan, un libro bajo el brazo.
JOSÉ ANTONIO PRIMO DE RIVERA
Blog de Jorge Garrido www.clamareneldesierto.blogspot.com
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