domingo, 24 de mayo de 2009

POSMODERNIDAD


LA POSMODERNIDAD, A LAS PUERTAS
Miguel Argaya Roca

Desde hace mucho tiempo, las sociedades occidentales vivimos en lo que se conoce como “posmodernidad”. Se trata de una forma cultural que comienza a sentar sus reales durante el tercer tercio del siglo XIX, pero que no alcanza su madurez hasta un siglo más tarde, después de 1968. La principal obsesión posmoderna ha sido, desde sus albores, llevar a efecto el superhombre definido por Nietzsche: un ser egoísta, individualista, despreocupado, espontáneo, cruel y alegremente agresivo, sin límites, capaz de imponer su ley y su código moral por la única razón de su voluntad. Y a fe que no andamos ya lejos de reconocerlo en calles y plazas. Aquí y allá vemos personas -jóvenes y no tan jóvenes- cada vez más enfangadas en una vida de ese tipo, personas a quienes se les ha dicho -y se han creído-, que lo pueden todo, que todo está a su alcance, que para satisfacer sus deseos sólo tienen que ponerse a ello sin preocuparse de cuáles sean las consecuencias para otros. Just do it, propuso durante algún tiempo la publicidad de una conocida marca de prendas deportivas; Don’t worry, be happy, decía la letra de una conocida canción del jamaicano Bob Marley. El bombardeo de mensajes en este sentido ha sido tal que ha llegado a empapar el alma de nuestras sociedades. Ya digo que no es difícil hallar en calles y plazas especímenes bastante aproximados a este superhombre de Niezsche.

La segunda gran obsesión de la posmodernidad, acorde con la primera, ha sido la de disolver de la forma que fuera el viejo universo de valores morales heredado de la tradición cristiana, que considera, con razón, absolutamente opuesto al de su querido superhombre. Hasta tal punto es clara esta obsesión, que bien podemos hablar de “valores” en el caso de la moral cristiana, y de verdaderos “contravalores” en el de la tendencia posmoderna. El cuadro de abajo quizá sea suficientemente significativo al respecto:

VALORES CRISTIANOS TRADICIONALES

CONTRAVALORES POSMODERNOS

El respeto a la dignidad de la vida humana por sí misma desde la concepción hasta la muerte, al margen de su utilidad, su perfección o sus capacidades.

La valoración de la vida individual en función de sus meras capacidades cívicas. Una vida humana en estado vegetativo o en estado embrionario no vale nada porque no aporta nada a la sociedad política.

El reconocimiento de que existe una Ley Natural como norma universal de todo lo físico y lo biológico y determina, por tanto, lo que es “normal” y lo que no lo es. La homosexualidad, por ejemplo, es una anomalía, como lo es la pedofilia.

La negativa a aceptar la existencia de una Norma natural que defina el concepto de “normalidad”. Para el posmoderno, el propio concepto de “normalidad” es un artificio producto de decisiones puramente humanas, y puede modificarse a voluntad. La homosexualidad no es una anomalía, sino una opción sexual más, tan aceptable como la heterosexualidad.

El reconocimiento del prójimo como hermano, que se traduce en la obligación de amarlo, aun manifestándosenos como enemigo.

La afirmación del individuo por encima de todo, y la negativa a considerar que exista un vínculo universal entre todos los seres humanos. Para el posmoderno, las relaciones interpersonales no son naturales, sino que se deben a la necesidad y al interés de los individuos que las protagonizan. El concepto de “prójimo” es artificial.

El perdón, fundamento de una reconciliación y una paz auténticos.

El desprecio del perdón y de la reconciliación, que son sustituidos por el pacto y la intermediación.

La responsabilidad, que es el reconocimiento de la culpa, es decir, de que las consecuencias de nuestras acciones y omisiones también nos pertenecen.

El rechazo de la culpa, que es vista como factor de insatisfacción y sufrimiento. La responsabilidad no existe. La culpa es siempre de otro, de la sociedad, de la educación recibida o de la propia determinación genética.

La abnegación y el espíritu de servicio y de sacrificio, que es la renuncia a lo propio en aras de lo ajeno.

El rechazo de la abnegación. Para el posmoderno, vivir es disfrutar al máximo “caiga quien caiga”. El servicio y el sacrificio se consideran propios de seres débiles.

La generosidad, base de la verdadera Justicia.

La consideración de la justicia como una realización artificial que se fía únicamente a la idea del Progreso técnico. Será la Técnica, y no el Amor, lo que producirá en último extremo la Justicia universal.

La consideración del vínculo familiar como una realidad natural, indisoluble una vez constituida y base de la sociedad, que es también una realidad de derecho natural.

La inexistencia de la familia como realidad natural, ni mucho menos indisoluble. La propia sociedad no es vista como una realidad natural humana, sino como un artificio consecuencia de un pacto entre individuos para la supervivencia y la convivencia pacífica.

El respeto a la palabra dada, que es reconocimiento de que la Verdad existe realmente y no puede ser reducida a “la verdad de cada cual”

La negativa a reconocer que existan verdades absolutas y eternas. La verdad es otro artificio puramente convencional: es verdad lo que la mayoría dice que lo es, o lo que determinan los poderes públicos. Para el posmoderno cada uno tiene su verdad, reduciendo así la verdad a la mera opinión. Del mismo modo, tampoco existen por sí mismos ni el Bien ni la Belleza. Todo es fruto de la voluntad humana en cada momento histórico.

Como vemos, lo que la posmodernidad ofrece es la destitución prácticamente completa de los principios morales que han estado en la base de nuestra civilización. Es la posmodernidad la que hoy por hoy inunda nuestras calles… y también la que insistentemente llama a nuestras puertas, la que envenena poco a poco a nuestros hijos a través de la televisión, la música, internet… Pecaría de ingenuo quien se resistiera a aceptar que las huestes posmodernas hace tiempo que han desembarcado en nuestras costas y se han enseñoreado de los medios de comunicación de masas. Desde ahí lanzan sus ataques emponzoñados. El aborto masivo, la generalización del divorcio, el aumento de la violencia doméstica con resultado de muerte, la ruptura del orden familiar, la indisciplina en las aulas, la tendencia adolescente a entregarse a un sexo sin tapujos ni responsabilidades y el crecimiento de la pederastia son sólo algunos de los efectos de la instalación en nuestras vidas de ese “superhombre” desprovisto de límites. También, por supuesto, el crecimiento de los casos de suicidio. Y esto, porque el “superhombre”, en realidad, no ofrece nada al hombre; sólo insatisfacciones sin cuento. Pero esto a los que lo propugnan les importa poco. Lo importante, al parecer, es acabar con el viejo edificio moral que hemos heredado de nuestros padres.

Queda claro que no vivimos una época de relajada beatitud. Por mucho que mucho de lo que nos rodea recuerde todavía a la vieja sociedad tradicional cristiana, lo cierto es que de esa vieja sociedad nos va quedando cada vez menos. La pregunta es si, para resistir el embate posmoderno, a los cristianos nos basta con volver atrás, al segundo tercio del siglo XX, y reivindicar la recuperación de la Modernidad. Algunos creemos que no. Y lo creemos porque estamos seguros de que todos y cada uno de los gérmenes de la posmodernidad estaban inscritos previamente en la Modernidad.

La primera pretensión moderna fue situar al hombre en una posición desde la que pudiera mirar cara a cara a Dios y tratarle de tú. La segunda, deshacerse de ese Dios que ya no le hacía falta porque todas y cada una de sus funciones pretendía haberlas asumido el propio hombre moderno. El resultado de la Modernidad no fue otro que la perversa sustitución de Dios por el hombre. A Dios se le hizo desaparecer de la vida pública, se le recluyó en el ámbito doméstico y en las sacristías. Con razón puede decir Nietzsche, a finales del siglo XIX, que “Dios ha muerto”, no porque ya no exista, sino porque el hombre moderno lo ha matado en su corazón. Lo que, sin embargo, no hace la Modernidad es renunciar a los valores morales que aquel Dios representaba: la Ley Natural, la fraternidad universal humana, la generosidad… Y así se entretiene durante tres siglos -del XVI al XIX-, como si el árbol de los valores cristianos pudiera sobrevivir mucho tiempo separado de sus raíces sin secarse.

Pero lo cierto es que las verdades morales no se sostienen por sí solas fuera de la Verdad con mayúsculas. Los valores cristianos que la Modernidad asume como propios, están condenados a ser pasto de los buitres en cuanto los desvinculamos del Creador. La intención moderna de relegar a Dios a la troje de la historia y quedarse en cambio con los valores que aquel mismo Dios había propuesto, es un absurdo. Nietzsche llamó a esta situación “nihilismo”, y la consideró acertadamente como antesala del “superhombre”. Si Dios ha muerto -dice- ¿para qué conservar su viejo aparato moral? Inventemos otro. Pues bien: en eso estamos, para eso nace la posmodernidad: para crear esa nueva moral que el superhombre reclama

Y ante todo esto, ¿qué hemos de hacer los cristianos? ¿Encerrarnos en nuestras casas? ¿Aceptar sumisamente el veneno que se nos ofrece? Desde luego, lo que no podemos hacer es conformarnos con volver al punto de partida del problema, que es la Modernidad. Tampoco creo que sea una solución aceptable quedarse en el sitio, como estatuas de sal. Está claro que hay que moverse, pero ¿hacia dónde? Y la respuesta no puede ser otra que hacia la Tradición. La Tradición no es el pasado, ni es un mero depósito de costumbres o respuestas manidas. La Tradición es la Verdad, que une pasado, presente y futuro. Es verdadera Tradición sólo cuando se constituye como Promesa, como Palabra Dada. Por eso, asentando de nuevo los maltrechos valores morales en esa verdadera Tradición, seguro que no nos equivocaremos. Lo que no podemos es permanecer impasibles mientras la posmodernidad devora a nuestros hijos.

FUENTE: Milenio Azul

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