Digámoslo de entrada: el aborto no es ni exclusiva ni
principalmente un problema de salud; pero es, entre otras cosas, un problema
que atañe a la salud sea en el plano de la salud pública, sea en el nivel
individual de la práctica médica. Los médicos, en consecuencia, tenemos algo ‒y
algo importante‒ que decir en esta materia. Pues bien, en esta ocasión quiero
hablar como médico.
Hay dos argumentos que suelen esgrimir los defensores y
propulsores de la legalización del aborto. Primero, que es necesario legalizar
esta práctica como solución al grave problema que representan los abortos
clandestinos realizados en medios sanitarios precarios con su secuela de
morbimortalidad materna, cuestión esta que afecta principalmente a las capas
sociales más vulnerables y desprotegidas, esto es, las mujeres pobres que no pueden acceder, a diferencia de las mujeres ricas, a abortos seguros y
caros. Se trataría, por tanto, de poner fin mediante el aborto legal a una situación
de emergencia sanitaria y de flagrante injusticia social. El segundo argumento
es el del llamado “aborto terapéutico”: ¿qué se hace en aquellos casos en que
una gestación pone en riesgo la salud o la vida de la mujer gestante?; ¿se ha
de poner o no fin al embarazo en resguardo de la salud o de la vida materna?
Ambos argumentos conciernen directamente a la medicina y es preciso darles una
respuesta médica. Veamos cada uno de ellos por separado.
Ningún médico con alguna experiencia puede negar la existencia
de abortos practicados en condiciones no sólo sanitariamente precarias sino
también a menudo realizados por la misma mujer gestante mediante los más
variados recursos. Tampoco puede negarse que tales abortos son una fuente
incuestionable de morbilidad y mortalidad materna. Menos aún es posible pasar
por alto que este problema afecta de manera casi exclusiva a los sectores
sociales que viven en la indigencia extrema y en la marginalidad más
estremecedora. Varios años de mi ya larga vida médica transcurrieron en las periferias de la Patria y he sido
testigo directo de esta desoladora realidad y en este punto no vale demasiado
discutir sobre estadísticas: en primer lugar porque no tenemos en nuestro país
estadísticas confiables casi respecto de nada (situación que se presta al
manipuleo de los números y de los datos por parte de los grupos pro aborto que
intentan imponer cifras disparatadas con el fin de crear un panorama que ni de
lejos se aproxima a la realidad) y segundo porque en definitiva la naturaleza
del problema es inconmensurable y cada mujer que muere o cada niño por nacer
que se pierde representan una tragedia humana irreductible a un dato
estadístico. Esto no significa que debamos prescindir de la estadística; sólo
intento decir que la realidad médica y social de los abortos clandestinos en
los sectores vulnerables y marginales se impone por sí misma sin necesidad de
apelar a otra cosa que a la directa experiencia. La magnitud del problema, sólo
medible mediante estadísticas, es otro costado de la cuestión, importante sin
duda, pero un costado accidental.
Ahora bien, admitida esa realidad se plantea una cuestión
bien clara y precisa: ¿es la legalización del aborto la solución de este drama?
¿Es la única solución? ¿Es la mejor solución? Creo que sería bueno y oportuno
centrar la discusión sobre este punto si lo que en realidad se pretende es un
debate serio y honesto y no la imposición, sin más, de una ideología abortista
que es la que parece animar a la mayoría de quienes pugnar en favor del aborto.
Va de suyo que el drama que hemos descripto es, ante
todo, un problema político, social y económico y sólo secundariamente
sanitario. Lo que nos lleva a pensar que si se atacasen las causas políticas,
sociales y económicas que engendran la marginalidad, la indigencia y la falta
de una atención médica mínimamente adecuada, la morbimortalidad materna por
abortos disminuiría significativamente por el simple hecho de que disminuirían
los abortos. En este sentido creo que es útil apelar a la experiencia de otros
países. Tenemos el ejemplo, entre otros, de lo ocurrido en Chile a partir de
1989 cuando se prohibió el aborto. Según las investigaciones llevadas adelante
por el Doctor Elard Koch, Director del Instituto de Epidemiología Molecular
MELISA, en el país trasandino no sólo no fue posible establecer que una
disminución de la mortalidad materna por aborto estuviese vinculada con la
legalización de esa práctica sino que, por el contario, la mortalidad materna
global se redujo hasta llegar al 94% y la mortalidad materna exclusivamente por
aborto hasta alcanzar el 99% a partir justamente de la prohibición del aborto
legal. El científico chileno asegura, además, que con programas preventivos y
de salud materna se ha logrado que mujeres con embarazos no deseados y en
riesgo de aborto superen su situación de vulnerabilidad. También recuerda una
investigación realizada junto con científicos de Estados Unidos, en la que se
encontró que los factores que reducen la mortalidad materna son el incremento
de la educación de la mujer, el acceso a los servicios de cuidado prenatal, la atención
profesional del parto, las unidades obstétricas de urgencia y cuidados
especializados, el acceso al agua potable y alcantarillado, alimentación
complementaria para madres y sus hijos junto con cambios en la conducta
reproductiva.
Se dirá que es sólo un ejemplo; pero es un buen ejemplo a
seguir. ¿No sería conveniente entre nosotros promover legislaciones que hagan
posible un drástico mejoramiento de las condiciones sociales, políticas, económicas
y sanitarias que son el obligado contexto de los abortos clandestinos y
empezar, alguna vez, a realizar estadísticas confiables a fin de poder medir la
efectividad de estas legislaciones en orden a una disminución de la
morbimortalidad materna en lugar de propiciar una legalización del aborto si
realmente lo que se busca es dar solución a un problema sanitario? Resulta
absurdo, por decir lo menos, suponer que el aborto sea la única solución o
siquiera la mejor. Es la peor de todas -si es que, en definitiva, puede decirse
que es una solución- porque es la que se lleva miles y aún millones de vidas
por nacer. Si el aborto fuese una solución sanitaria habría que admitir, al
menos, que es la más costosa de las soluciones, no sólo en lo económico sino sobre
todo costosa en vidas humanas y en graves secuelas psicológicas y aún físicas
para las madres. Ergo, es el menos racional de los caminos que puedan elegirse.
El segundo argumento que suele esgrimirse es el llamado
“aborto terapéutico”, expresión falaz y equívoca porque el aborto nunca puede ser
tomado como un recurso terapéutico. De lo que se trata es de un dilema médico y
moral, de una situación límite en la que una patología materna aparece como
incompatible con el sostenimiento de una gestación en curso. Las situaciones
son en extremo variadas por lo que sólo es posible dar orientaciones generales
que luego habrá que aplicar a cada caso en particular. El principio general es
que, habida cuenta de que dos son las vidas en juego, nunca resulta moralmente
aceptable un criterio según el cual la preservación de una de esas vidas prevalezca
en detrimento de la otra. El llamado “principio del doble efecto” (variación
del llamado “acto voluntario indirecto”) no es aplicable ya que este principio
requiere que el efecto positivo, bueno o primariamente buscado y querido sea
mayor que el efecto negativo, malo o no querido. La esencial e intrínseca
igualdad de las vidas en juego hace que ambos efectos sean igualmente malos.
¿Cómo responder, entonces, a estos dilemas felizmente
cada día menos frecuentes en la práctica médica? Hay que partir de un
presupuesto básico: en la amplia variedad de situaciones que la práctica médica
nos plantea hay un elemento común a todas ellas; en efecto, se trata siempre de
una inadecuación, de mayor o menor
grado, entre la prosecución del embarazo y la vida y/o salud de la madre. Ahora
bien, más allá de cualquier consideración particular, se ha de tener en cuenta
que frente a cualquier situación de inadecuación entre el embarazo y la vida
y/o salud materna no es lícito acudir a la supresión del embarazo toda vez que
ella comporta la supresión cierta, ineluctable y directamente procurada de la
vida del concebido. La Medicina se verá, pues, obligada siempre a procurar
cualquier medio terapéutico (tomado este término en sentido propio) que tienda
a salvar o minimizar la situación de inadecuación, asegurando hasta donde sea
posible, la vida y la salud de madre e hijo. Sólo será lícita una terapéutica
que no implique la supresión deliberada y directamente procurada de ninguna de
las vidas en juego. Habrá, pues, que hacer rendir y agotar al máximo las
posibilidades del arte dejando, en definitiva, a la propia naturaleza la
evolución final.
Ocurre que cualquier otra consideración, por fuera de la
que acabamos de establecer, implica una elección indebida entre dos bienes
absolutamente equiparables en sí mismos considerados: vida y/o salud de madre e
hijo. No hay modo de introducir un desbalance en la valoración de ambos bienes
a no ser que se tengan en cuenta cuestiones de carácter meramente accidental
como, por ejemplo, una supuesta utilidad de la vida materna por sobre la del
concebido, el interés de otros hijos para quienes la vida materna resulta más
que apreciable, etc. Pero una consideración de carácter accidental -por
importante que sea- no es suficiente para modificar el valor intrínseco de la
vida humana, único que ha de tenerse en cuenta en la perspectiva moral. De no
ser así, si consideraciones meramente accidentales ingresan en la valoración
del bien en juego, se estaría afirmando un peligroso principio que puede
extenderse a cualquier otra situación que no sea la que estamos considerando.
De este modo, la vida de un enfermo con Síndrome de Down, por ejemplo, o con
cualquier otra afección podría llegar a ser suprimida en aras de una pretendida
utilidad.
En ninguno de los dos argumentos planteados puede
concluirse, por tanto, que el aborto sea una solución médica. Porque hay que
decirlo: el aborto es siempre la supresión de individuos humanos. Me causa
cierta gracia cada vez que oigo decir que “ahora” la “ciencia” nos demuestra
que la vida humana comienza con la concepción. No es “ahora” ni es la “ciencia”
sino la más elemental experiencia la que nos muestra que la existencia de un
individuo humano se inicia desde la concepción. Desde que el hombre está sobre
la tierra se sabe que cada vez que se inicia un embarazo, de no mediar una
falla de la naturaleza, el “producto” final es uno o más individuos de la
especie homo sapiens. Sobre las
acciones de la naturaleza el hombre no tiene responsabilidad moral alguna; pero
sí la tiene sobre sus propias acciones voluntarias y libres. Por eso suprimir
directa y voluntariamente el proceso de la gestación humana, que es uno solo y
el mismo desde el inicio hasta el fin, conlleva una grave responsabilidad moral
en quienes lo hacen, en quienes lo promueven y aún en quienes lo toleran. Y
esto es tan antiguo que ya lo previó el viejo Hipócrates ‒que hasta sabemos no
era católico‒ en su Juramento.
Mario
Caponnetto
El Blog de Cabildo http://elblogdecabildo.blogspot.com.ar/2018/02/actualidad.html
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