La destrucción del tejido
social puede observarse en el hundimiento de los sistemas educativos, que ya no
frenan el iletrismo ni la criminalidad escolar, porque están recostados sobre
la ilusión de los métodos «no autoritarios» de enseñanza; lo podemos ver en el
aumento de la delincuencia urbana, cuya causa no es únicamente la inmigración
incontrolada, sino el dogma irreal de la «prevención» y el olvido del antiguo
principio de represión, que no es tiránico si se apoya sobre el derecho; se
puede ver en el hundimiento demográfico, cuya la causa no es únicamente el
antinatalismo de los gobiernos, sino también el individualismo hedonista
exacerbado que provoca la explosión de prácticas antinaturales: automaticidad
de los divorcios, ridiculización y rechazo obstinado, fiscal y social del
modelo de la mujer en la casa, explosión de los concubinatos efímeros y
estériles, desarrollo de la homosexualidad y de las parejas homosexuales que
podrían sin duda adoptar niños, etc.
En todos los dominios, la
modernidad triunfalista, pero agonizante, fracasa en su empresa de regulación
social. Porque se apoya sobre una visión onírica de la naturaleza humana, una
antropología falaz. Es probable que el mundo de después del caos deba
reorganizar los tejidos sociales según unos principios arcaicos, es decir
profundamente humanos. ¿Cuáles son estos principios? La potencia de la célula
familiar dotada de una autoridad y de una responsabilidad sobre su prole; la
predominancia penal del principio de castigo sobre el de prevención; la
subordinación de los derechos a los deberes; el agrupamiento de los individuos
en el seno de estructuras comunitarias; la fuerza de las jerarquías sociales de
nuevo visibles y la solemnidad de los rituales sociales; la rehabilitación del
principio aristocrático, es decir de las recompensas para los mejores y los más
valerosos, según los tres principios de coraje, de servicio y de talento.
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