EL ABORTO ES NECESARIO
Por: Juan Manuel  De Prada
            
Y aún me atrevería a decir que indispensable para el 
sistema: lo necesita como control de daños último para sostener sus 
cimientos, para mantener en pie su edificio de iniquidad. Adam Smith ya 
intuyó que cuanto mayor fuese su prole, más imperiosamente reclamaría el
 trabajador una subida de su salario, pero sería Thomas Malthus quien 
defendiese sin ambages que el mejor modo de evitar que los trabajadores 
tuviesen demasiados hijos era mantenerlos en la pobreza. David Ricardo, 
más brutalmente todavía, llegó a formular la conocida como «ley de 
bronce de los salarios», según la cual los salarios tienden «de forma 
natural» (nótese el sarcasmo) hacia un nivel mínimo que se corresponde 
con las necesidades de subsistencia de los trabajadores; cualquier 
incremento de los salarios por encima de este nivel proseguía David 
Ricardo provoca que las familias tengan un número mayor de hijos. 
Aunque el economicismo clásico no se atrevió a recomendar la 
anticoncepción como recurso para lograr que los salarios tiendan «de 
forma natural» hacia su nivel mínimo, es evidente que la idea planea 
sobre sus teorías como la sombra de un ave carroñera.
Será el movimiento eugenésico el que finalmente se atreva
 a formular la ecuación, que Margaret Sanger resume en una frase 
azufrosa: «Lo más misericordioso que una familia humilde puede hacer por
 uno de sus miembros más pequeños es matarlo». Pero al movimiento 
eugenésico, financiado por Rockefeller y otros plutócratas de la época, 
le cayó encima el sambenito del nazismo; y tras la Segunda Guerra 
Mundial el sistema decidió que, si deseaba conseguir que los 
trabajadores tuvieran pocos hijos para poder pagarles salarios 
birriosos, tendría que recurrir a otra retórica menos expeditiva. La 
encontró en la llamada «liberación sexual», aquella religión profetizada
 por Chesterton que a la vez que exalta la lujuria prohíbe la 
fecundidad. Se trataba de inculcar en los trabajadores a los que 
previamente habían arrebatado todos sus derechos laborales (derecho a un
 salario digno, derecho a un trabajo estable, derecho a formar una 
familia, derecho a permanecer en su tierra, derecho a alimentar y educar
 a sus hijos) la creencia psicopática de que el derecho a follar sin 
tener hijos era mucho más importante. No hizo falta sino fomentar la 
inmoralidad y revolver a la mujer contra su propia naturaleza para 
lograr aquel prodigio de iniquidad: al fin el sueño patrocinado por 
Rockefeller se había hecho realidad de modo insospechado, con los 
trabajadores convertidos en cipayos cretinizados que se creían más 
libres que nunca por poder follar sin tener hijos, mientras «de forma 
natural» se les remuneraba con salarios ínfimos.
La víspera de la manifestación contra el aborto se hacían
 públicos unos datos escalofriantes que nos indican que un tercio de los
 asalariados españoles cobran poco más de seiscientos euros al mes. Y 
esta situación ignominiosa se hace mucho más habitual entre los 
trabajadores en edad de procrear: un 86% de los jóvenes menores de 18 
años, un 75% de los que cuentan entre 18 y 25 años y un 38% de los que 
se hallan entre los 26 y los 35. Para que esos jóvenes no se revuelvan 
contra el sistema, hay que evitar que procreen; y para evitar que 
procreen, amén de la religión profetizada por Chesterton, es preciso el 
control de daños del aborto. Por eso todos los gobernantes al servicio 
del sistema mantendrán el aborto; y por eso cualquier político que 
quiera de veras plantar batalla al aborto (y con el concepto prostituido
 de libertad sobre el que se funda) deberá empezar por restablecer la 
justicia social, con salarios dignos que cubran las necesidades del 
trabajador y de su familia. Todo lo demás es arar en el mar.
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