Por
Fernando Romero Moreno*
Introducción
Es
un lugar común de la historiografía liberal que Rosas no quería una
Constitución. Sin embargo, un estudio de
las instituciones vigentes en la Confederación Argentina en el período 1829-
1852, nos permiten sostener que no sólo existía entre nosotros una verdadera Constitución,
sino también las bases firmes para la formación de toda una arquitectura política
adecuada a las exigencias de nuestro medio. Lógicamente que ese orden hubiera estado
en la antípodas del ideario iluminista en boga - inspirador luego de la
Constitución del 53 (1)- siendo sus fundamentos en cambio, los de la
cosmovisión hispano-criolla y católica que constituyen la cultura fundacional
de la Argentina. Pero lo que en buena lógica se desprende de esos hechos, no es
que Rosas obstaculizara el proceso constitucional de la Nación, sino que –
oponiéndose al modelo racionalista y liberal del mismo – prefería una vía
histórica y tradicional para alcanzar la Constitución. Una Ley de raíz pactista
y consuetudinaria, expresión genuina de la voluntad de los pueblos confederados
y fiel a nuestros peculiares costumbres, criollas y americanas. Ese fue, en
líneas generales, el Ideal político de la Confederación, mientras la Dictadura
sólo un medio transitorio y excepcional para impedir la desintegración
nacional. Superada la anarquía interior y las agresiones externas (Francia e
Inglaterra sobre todo), la Argentina se constituyó en un Estado Católico,
Nacional, Federal, Republicano y Presidencialista, inspirado en los principios
de la Tradición hispánica, indiana y criolla. Analicémoslo en detalle.
Los antecedentes hispano- indianos
a) El Estado de Derecho Indiano
Ante
todo es necesario estudiar los presupuestos hispánicos de nuestra tradición constitucional,
muchos de ellos todavía vigentes en los tiempos de Rosas. En España y América,
hasta el advenimiento de los Borbones 1713, rigieron unos principios que tenían
hondo arraigo en la Península. Esos principios constituían un todo orgánico
cuya clave de bóveda era la propia sujeción del monarca al orden jurídico: “Rex
eris si recta facies – enseñaba el Fuero Juzgo -, si non facias non eris”. Es
decir, el gobierno debía obrar de acuerdo al Bien Común o perdía gradualmente
su legitimidad. Y como garantía frente a los abusos e imprudencias que pudieran
cometer el Rey o los funcionarios, existía un adagio recogido en las Partidas y
luego en la legislación indiana: “se reverencia pero no se cumple”. Y también
el principio del “ius resistendi” frente a la tiranía, que defendían juristas y
teólogos. Íntimamente ligado a esta subordinación del orden político al orden
jurídico y moral, regía un peculiar “pactismo”, que consistía en reconocer la
necesidad del consentimiento popular respecto al régimen político –no tanto al
gobernante de turno, sino al régimen en sí– y la importancia de una sana
representación de los estamentos sociales ante el poder. Finalmente debemos
decir que este “corpus” de principios jurídicos estaba fundamentado en el
respeto al derecho natural – aunque tal vez contaminado del voluntarismo de
cierta Escolástica Española - , en el acatamiento a la ley divino – positiva y en
el fomento de las legítimas diversidades regionales, cuya garantía eran los
fueros y en nuestro caso las costumbres indígenas, la legislación castellana y
las Leyes de Indias. Siendo la Justicia uno de los fines principales perseguidos
por el poder político, su función no correspondía sólo a un órgano o
funcionario, sino que “competía a todos los organismos de gobierno, desde el
rey hasta los cabildos” (2). En cuanto a las fuentes del Orden Jurídico, las
mismas eran plurales (3), con el siguiente orden de prelación: 1°) Leyes de
Indias; 2°) Derecho Indígena; 3°) Costumbres locales; 4°) Leyes de Castilla;
5°) Partidas.
b) Los órganos del Poder: Unidad de
Gobierno y Equilibrio de Funciones
El
Régimen Político, por su parte, establecía un orden de magistraturas, con funciones
“entrelazadas”, en el marco de una monarquía limitada y representativa. “Las actividades
del Estado – explican Floria y García Belsunce – se distinguían entonces por funciones
y éstas eran fundamentalmente cuatro: 1) Gobierno, que comprendía la tarea legislativa,
el nombramiento de los funcionarios, capitulaciones, mercedes, etc.; en fin,
todo lo que hoy se entiende por “administración del Estado” con exclusión de
los aspectos impositivos, financieros y militares. 2) Justicia, o sea el
ejercicio de la actividad judicial. 3) Guerra, que abarcaba todo lo relativo a
la organización y defensa de los reinos de la Corona. Y 4) Hacienda,
comprensiva de la organización y administración financiera e impositiva del
Reino” (4). Estas cuatro funciones, prosiguen los autores citados, “no eran atribuidas
con exclusividad a distintos órganos o funcionarios”. Por el contrario, la
mayor parte de éstos desempeñaban varias de las nombradas funciones. Por
ejemplo, los gobernadores tenían funciones de gobierno, justicia y guerra; las
Audiencias, de gobierno y justicia; los cabildos, de justicia, gobierno y hacienda,
y así sucedía en todos los casos. Este sistema, que puede parecer caótico visto
superficialmente, no lo era en realidad y respondía a una estructura coherente.
Al acumular diversas funciones en un mandatario se producía simultáneamente la
diversificación de cada función entre varios de ellos, de modo que resultara un
recíproco control entre los diversos magistrados y funcionarios. La clave del sistema
residía en el concepto de equilibrio de funciones – a diferencia de la
separación moderna de poderes –” (5). Este control recíproco estaba reforzado
por las instituciones del juicio de residencia, las visitas y las pesquisas. En
cuanto a los órganos de gobierno, junto al Virrey y los Gobernadores, los principales
eran las Audiencias y los Cabildos. Éstos últimos tenían a su cargo “el
gobierno de la ciudad y su zona rural de influencia” (6). Los cabildos
constituyen nuestra tradición más antigua de gobierno local, en la cual – junto
a las funciones específicas e indelegables del poder político (Gobierno,
Justicia y Defensa)– encontramos el ejercicio de las llamadas funciones
subsidiarias como educación, salud pública, asistencia social, etc. y el
embrión de una correcta distinción entre gobierno y representación (al existir
junto al “cabildo cerrado” o de funcionarios, el “cabildo abierto”, formado por
vecinos) (7). Los cabildos fueron, por otra parte, los garantes de la autonomía
municipal y de las libertades regionales, lo cual se vincula a la
descentralización política y administrativa que tuvo el régimen hispano-indiano
hasta la irrupción borbónica. Mención aparte merece la figura de los Caudillos,
esbozadas ya en este período y que renacerían con fuerza en el siglo XIX. José
María Rosa, que ha estudiado el asunto con especial dedicación (aunque con una
hermenéutica populista que no compartimos), nos dice: “La gente‟ encontró su
expresión en el caudillo mejor que en los funcionarios reales. El caudillo era
la gente hecha acción y cabeza (de allí cabdillo, de capus, cabeza); por su
boca hablaron los pobladores y en sus gestos se sintieron interpretados. Ajeno
a su destino, el caudillo‟ casi siempre había llegado a Indias como oficial
menor o soldado raso: aquí demostró condiciones para ser „cabeza‟ y
necesariamente lo fue. Llamáronse en el Río de la Plata Martínez de Irala, Juan
de Garay, Hernandarias; en otros Alonso de Ojeda, Hernán Cortés, Francisco
Pizarro” (8).
c) Un Orden Social de libertades
concretas
Dentro
de esta tradición política había además un expreso reconocimiento de libertades
concretas que amparaban a las personas y a las corporaciones frente a los peligros
del despotismo estatal (9). En efecto y como enseñaba Zorraquín Becú existían
“en la legislación vigente garantías directamente vinculadas con los derechos
particulares. Así por ejemplo no debían cumplirse las cartas reales para
desapoderar a alguno de sus bienes sin haber sido antes oído y vencido. Lo
mismo ocurría si se trataba de encomiendas de indios. La legislación reconocía
la garantía del juicio previo” (10). En otro pasaje afirma que “el dominio
legítimo quedaba amparado (...) y la misma ley exigía que en caso de expropiación
por causa de utilidad pública, se diera al dueño otra cosa en cambio o se le comprara
por lo que valiera” (11). En cuanto a prácticas contrarias a la dignidad humana
(como la tortura judicial, la pena de muerte por motivos religiosos, la
esclavitud o los abusos de ciertas reglamentaciones corporativas) hubieran
podido eliminarse sin alterar en lo substancial el orden político tradicional.
De hecho, algunas fueron tenidas por injustas en los mismos tiempos virreinales
y varias fueron modificadas durante el proceso emancipador.
d) Corporativismo y proteccionismo
Por
último vale la pena mencionar que en los lineamientos del régimen indiano existían
las semillas de una organización profesional de la economía y de un sano
corporativismo. Pensamos sobre todo en las funciones del Consulado y de los
Cabildos en relación con el comercio, en la regulación de las profesiones
liberales por parte del Protomedicato o del Colegio de Abogados, en el Fuero
Universitario y otras instituciones similares. También debemos resaltar la vigencia
de un prudente proteccionismo económico, implícito en el régimen del monopolio
mercantilista (12).
Los antecedentes nacionales
a) El Estado Nacional Soberano y la
Independencia
Junto
a estas instituciones, encontramos otros presupuestos constitucionales de
origen específicamente nacional, que –a despecho de los proyectos oficiales del
liberalismo criollo– fueron dando forma jurídica real a las Provincias Unidas.
El primero a considerar es la Declaración de la Independencia, en la medida en
que manifestaba la voluntad de constituir un Estado Nacional Soberano en la
comunidad territorial y cultural del extinguido Virreinato del Río de la Plata.
El carácter normativo de dicha Declaración ha sido señalado por el Doctor
Héctor H. Hernández al sostener que “tenemos aquí un valor constitucional fundamental:
la independencia y la soberanía”. La afirmación de que “las Provincias Unidas
deben ser libres e independientes‟ se constituye entonces en la norma jurídica positiva
suprema preexistente a los pactos” (13), estableciendo la Soberanía –una
Soberanía respetuosa de la ley natural y del bien común internacional– como un
principio básico del Orden Constitucional. La Declaración de la Independencia,
por su parte, tenía justificación en principios del derecho natural y de gentes
y no en mitos al estilo del nacionalismo ideológico decimonónico.
b) El Constitucionalismo provincial
y la restauración hispano-indiana
En
segundo lugar tenemos que analizar el peculiar constitucionalismo provincial. Fracasados
los intentos de organización que se proyectaron desde 1810 en adelante, la Argentina
entró en una espiral de violencia que – tras la anarquía del año 20 – comenzó a
socavar la unidad de las Provincias Unidas, con el riesgo cierto de la
desmembración territorial y de la disolución definitiva del Estado Central. Si
tal proceso no avanzó e incluso se detuvo, fue gracias a la Dictadura del Gral.
Rosas que – además de custodiar con éxito nuestra soberanía frente a las
Grandes Potencias del momento – restauró el Estado Central y sentó las bases de
un orden constitucional propio. Pero las raíces de la solución comenzaron
antes, cuando las Provincias – replegadas sobre sí mismas – fueron elaborando
instituciones propias, “criollas”, substancialmente realistas y acordes a nuestra
idiosincrasia. En las mismas renacieron los principios y normas de la herencia hispano-indiana.
Así lo explicaba Petrocelli: “Hacia 1821, quedó conformado el panorama de trece
de las primitivas catorce provincias argentinas” que surgieron –salvo la
excepción de Entre Ríos - de “los antiguos cabildos que gobernaban las ciudades
y sus zonas adyacentes (...) Como se recordará, cada cabildo era brigadier de
su milicia. Pues bien, la reacción contra la dirigencia porteña ha puesto esa
milicia bajo la férula de un caudillo, que generalmente se destaca por sus
condiciones militares y por su consustanciación con la índole y los intereses
de la comunidad que rige; el caudillo es cabeza del pueblo provincial en armas,
al que interpreta y comprende en sus necesidades. Se lo conoce como gobernador,
palabra de raíz hispánica, que denomina a una institución de ese origen, como es
española también la voz “caudillo”. La generalidad de las provincias tuvieron
sus caudillos, cuya procedencia no es, como se ha imaginado, el estrato
inferior de esas sociedades, sino el superior, en cuanto a posición social y
económica, grados militares y aun títulos universitarios (...). Como bien lo
dice José María Rosa: “Un gobernador no es Poder Ejecutivo” aunque así lo dice
la letra de las constituciones que rigen la provincia. Su poder no puede
medirse con vara sajona sino española; no ejecuta, sino que gobierna en los
cuatro ramos clásicos: militar, político, justicia y hacienda”. Ya se ha dicho
que conduce las milicias provinciales; dicta las leyes siendo asesorado por la
sala o junta de representantes que sólo de nombre es el poder legislativo; es
juez de alzada de los fallos de los alcaldes ordinarios, o delega esta función
en algún letrado; elabora el presupuesto, manda cobrar los tributos, ordena los
gastos y publica la situación de la tesorería. No obra arbitrariamente por lo
común, sino que para cada función hay peritos y hombres discretos que lo
aconsejan: la junta de representantes en lo político, letrados en justicia,
junta de hacienda en este ramo, consejo de guerra en lo militar. Cada caudillo-gobernador
tiene su secretario o ministro, que generalmente será un abogado o un
sacerdote; ellos preparan la legislación o los tratados con otras provincias,
redactaban la correspondencia, asesoraban en caso de reunión de un congreso
interprovincial, se entendían con la sala. Ésta, que llevaba distintos nombres
a demás de éste, como junta de representantes, junta de comisarios,
legislatura, congreso provincial, desempeñaba diversas funciones: las propias de
los cabildos a los que suplantaron, como atender la educación, la salud
pública, el arreglo edilicio, el cuidado de las calles, el abasto, el control
de precios, etc.; era también una especie de senado que asesoraba al gobernador
en materia de legislación, tratados interprovinciales, declaración de guerra,
firma de la paz; confirmaba la elección del gobernador que efectuaban en la
realidad las milicias cívicas, esto es, el vecindario urbano y rural armado;
sancionaba la constitución provincial que previamente el gobernador admitía y
que redactaba por el ministro letrado. La legislatura estaba integrada por
vecinos respetables elegidos popularmente pero que los gobernadores consentían
anticipadamente como aceptables (…). En materia de justicia, las instituciones
de la etapa española se prolongaron en las provincias; en primera instancia
fallaban los alcaldes de los cabildos, apelándose o ante el cuerpo capitular en pleno o ante un juez de
alzada en materia civil, y ante el gobernador en materia criminal (...). A
partir de esta época cada Provincia se fue dictando su constitución, que en
muchos casos tuvo un carácter eminentemente hispánico y no anglo-sajón o
francés. Algunas contenían la división de poderes, pero ya se ha dicho que la
política y la administración las manejaba el gobernador convenientemente
asesorado (…) Lo notable de este derecho público provincial – agrega Petrocelli
– es que adoptó el sufragio universal cuando no lo había aún ni en Estados
Unidos ni en Europa” (14). Pero fue un sufragio universal indirecto y limitado
pues el pueblo solía elegir a la Junta de Representantes y sólo ésta al
Gobernador, quien a su vez controlaba las candidaturas. En el caso de Rosas,
“instintivamente desconfiaba” del sufragio universal, razón por la cual “quería
experimentarlo en cabeza ajena y se hacía informar por su ministro Alvear
acerca de cómo funcionaba en los Estados Unidos, donde dejaba “muy mucho que
desear”, según sus propias palabras” (15).
c) Las libertades concretas en la
Confederación Argentina
En
cuanto a la protección de las libertades concretas y al derecho privado – más
allá de ciertas concesiones al liberalismo hechas desde tiempos de la
Revolución de Mayo - siguieron rigiendo las disposiciones de la legislación
castellana e indiana, más las prescripciones de las constituciones
provinciales. “En el virreinato del Río de la Plata, y luego de la
Independencia – dice Lambías – en las Provincias Unidas del Río de la Plata, la
legislación española existente en 1810 continuó en vigencia hasta su derogación
por el Código Civil, a partir del 1° de enero de 1871. Hasta entonces rigió en
nuestro país la Nueva Recopilación de 1567, que contenía leyes provenientes del
Fuero Real, del Ordenamiento de Alcalá, del Ordenamiento de Montalvo y de las
leyes de Toro. Por lo demás, las antiguas leyes quedaron subsistentes, aplicándose
de ordinario el derecho contenido en las leyes de Partida” (16). Las
restricciones de la Dictadura no anularon el orden legal vigente, sino que
simplemente limitaron el ejercicio de los derechos en función de los fines
establecidos: la defensa de la Fe Católica y de la Federación. Fueron
limitaciones temporales y excepcionales, exigidas por el Bien Común y sujetas a
la Ley. Los derechos fundamentales – a la vida, a la propiedad, a la seguridad
– y las garantías procesales, siguieron legalmente amparados. Los abusos y/o crímenes
que pudieran haberse cometido no invalidan el orden constitucional de la Confederación,
aunque permiten reconocer sus limitaciones y su innegable carácter de régimen
perfectible, como sucede con todas las realizaciones humanas.
d) Los Pactos entre Provincias
Por último es importante mencionar los pactos
interprovinciales, germen de la restauración del Estado Central y raíz de la
adopción del Federalismo como Forma de Estado y de la República como Forma de
Gobierno. Este pactismo regional se tradujo en un método empírico de organizar
el país, que conduciría finalmente al mencionado acuerdo de 1831, instrumento
jurídico- político de primer orden en el constitucionalismo de la Confederación.
El Pacto Federal de 1831 y la
Institución Encargado de las Relaciones Exteriores
Con
la llegada de Rosas al Gobierno de la Provincia de Buenos Aires comienza una de
las etapas más decisivas de nuestra historia, cuyos frutos serán la
restauración del Estado Central y la defensa de nuestra Tradición y Soberanía. El
marco institucional de este proceso fue el régimen político y jurídico de la
Confederación. La estructura fundamental de este régimen radicaba, como dijimos
anteriormente, en el Pacto Federal de 1831 y en la Institución Encargado de las
Relaciones Exteriores. Conviene estudiar por separados ambos instrumentos:
a) Pacto
Federal: fue firmado por las Provincias litorales el 4 de enero de 1831 y a
él se adhirieron paulatinamente las demás con el transcurso del tiempo. Sus
disposiciones principales eran:
-
La adopción del Federalismo como Forma de Estado. Técnicamente fue una Confederación
laxa –como señaló Irazusta - que sólo gradualmente adoptó los caracteres de un
Estado Federal.
-
La alianza militar entre las Provincias y la regulación del derecho a celebrar tratados
y del derecho de extradición.
-
El reconocimiento de las mismas libertades para los habitantes de las
provincias. firmantes, con la única excepción de que alguna hubiera
especificado el requisito de ser natural de la misma para acceder al cargo de
Gobernador.
-
La creación de una Comisión Representativa con facultades referidas al manejo
de las Relaciones Exteriores, de la Defensa Común y de la convocatoria a un Congreso
General Federativo que arreglara definitivamente la administración del país.
Los poderes de esta Comisión pasaron luego al Gobernador de Buenos Aires.
b)
Institución Encargado de las Relaciones
Exteriores: fue una magistratura delegada por las Provincias en el
Gobernador de Buenos Aires, constituyéndose en la raíz de nuestro actual Poder
Ejecutivo. Según Tau Anzoátegui la figura aparece en 1827 (algunos
historiadores sostienen que su aparición es anterior a esa fecha) pero “es con Rosas
– dice Petrocelli – que el Encargado va ampliando su esfera de atribuciones transformándose
en un verdadero jefe de Estado nacional...” (17). ¿Cuáles eran esas atribuciones?
Si sumamos a las estudiadas por Irazusta, las consignadas por Tau Anzoátegui,
podemos resumirlas en las siguientes: declarar la guerra y hacer la paz, nombrar
jefes de los ejércitos nacionales, negar a las provincias el ejercicio del
derecho de legación, intervenirlas para uniformar la marcha de todas en el
sentido de la federación, reglamentar las materias eclesiásticas en lo que
competía al poder temporal, prohibir o permitir la exportación del oro y la
plata, vigilar la circulación de los escritos sediciosos, juzgar a los reos
políticos de carácter nacional, celebrar tratados internacionales sujetos a la
ratificación legislativa, la interpretación y aplicación del pacto Federal de
1831, ejercer función de árbitro y mediador oficioso en los diferendos
interprovinciales, otorgar concesiones mineras a los extranjeros como también
autorizar la enajenación o arriendo de tierras de jurisdicción provincial,
resolver las cuestiones de límites interprovinciales, conceder
indultos, controlar el tráfico pluvial por los ríos Paraná y Uruguay y conceder
permisos de ingresos al país (18). Como vemos, las atribuciones más importantes
de un verdadero Gobierno Central para la República.
Otras cuestiones de
índole constitucional en la Confederación
En torno a estas bases firmes -el Pacto
Federal y la Institución Encargado de las Relaciones Exteriores- fue
realizándose una constitución empírica que tenía los siguientes caracteres:
-
El poder electoral detentado por el pueblo.
-
La facultad de legislar en manos de las legislaturas provinciales, salvo lo delegado
en el Encargado de las Relaciones Exteriores. Esas facultades provinciales
implicaban legislar sobre: derecho sustancial (civil, comercial y penal);
acuñación y circulación de moneda metálica; contribución directa en materia
impositiva; reglamentación del derecho de minería; derechos aduaneros locales y
derechos de tránsito.
-
El Poder Ejecutivo Nacional desempeñado por el Gobernador de Buenos Aires.
-
Aspectos organizativos como: sujeción del extranjero a nuestras leyes y aplicación
del “jus soli” para sus hijos; adopción del sufragio universal pasiva y activamente;
navegación exclusivamente nacional de nuestros ríos interiores; uso de la
moneda fiduciaria en circunstancias en que el patrón oro regía universalmente;
defensa del artesanado mediante el proteccionismo industrial; banca estatal
promotora de la economía; trato diplomático y económico preferencial a las
naciones hermanas hispanoamericanas; progresiva abolición de la esclavitud; y
en palabras textuales de Estanislao Zevallos “en materia de extranjeros: el
domicilio como arraigo de la personalidad civil y jurídica y de los capitales
introducidos al país; el servicio militar obligatorio para todos los domiciliados
sin distinción de nacionalidades en defensa de sus propios hogares, familias y
bienes; el domicilio como base de la nacionalización de los extranjeros; la
nacionalidad argentina de los hijos de extranjeros nacidos en territorio
nacional; la soberanía argentina sobre los ríos de la Plata e interiores, de
acuerdo con las leyes y reglamentos de la República” (19).
. Dentro de este conjunto de
disposiciones debemos incluir asimismo a la Ley de Aduana de 1835 y en general
al orden económico de la Confederación. Petrocelli resume así la cuestión: “Lo
económico – financiero estuvo vinculado con la reconstrucción del Estado
central y con la defensa de la soberanía que protagonizara el Dictador (...)
Por empezar, en diciembre de 1835, dicta una ley de aduana proteccionista para
satisfacer el clamor provinciano que venía de lejos, coadyuvando así al logro
de la unidad nacional. La protección lo es no solamente a la industria, sino también
a la agricultura y al desarrollo de nuestra marina mercante (…). En materia financiera
Rosas expresó que no había suma del poder; rindió cuentas estrictas de la administración
de los dineros públicos (...) Rosas dividió los recursos en dos grandes categorías.
Los nacionales, constituidos por los derechos de exportación e importación,
estaban destinados al pago de los gastos militares, al mantenimiento de las
relaciones exteriores y al pago de la deuda externa, cuando empezó a hacer algunas
entregas a los tenedores de bonos del empréstito Baring; también al pago de la
deuda pública interna. Los demás impuestos recaudados, contribución directa, sellado,
patente, alcabala, etc. eran utilizados para solventar el presupuesto
provincial. Liquidó el Banco nacional no renovando la concesión al vencer la
misma en 1836; los billetes del mismo pasaron a ser papel moneda del estado. En
su lugar se creó la casa de la Moneda, que aún subsiste como Banco de la
Provincia de Buenos Aires; sus atribuciones eran administrar la moneda de papel
y la metálica, liquidar el Banco nacional, recibir depósitos de particulares,
conceder créditos y admitir los depósitos judiciales. Fue banco estatal
enteramente y su giro fue todo un éxito ya en la época de Rosas” (20).
Podríamos seguir enumerando los distintos aspectos de la economía de la Confederación
pero lo dicho basta para advertir aquellos puntos que más se vinculan con la
vigencia de un orden constitucional.
Conclusión
En
síntesis, entonces: el Orden Político de la Confederación suponía la voluntad
de conformar un Estado Nacional Soberano según la Declaración de la
Independencia de 1816 y su Constitución “real” establecía la Confederación como
Forma de Estado, de acuerdo a lo dispuesto por el Pacto Federal; instauraba el
régimen republicano como Forma de Gobierno y un sistema electoral de sufragio
universal indirecto y limitado; creaba una magistratura especial como Suprema
Potestad de la Confederación, consolidando otras menores en el orden provincial
o nacional; conservaba como vigentes muchos principios heredados de la
tradición hispano- criolla y amparaba el rico patrimonio del constitucionalismo
provincial; finalmente la Ley de Aduana de 1835 establecía una suerte de
Sistema Argentino de Economía Nacional. Este orden incipiente era, repetimos,
una auténtica Constitución, sin copias artifíciales de modelos extranjeros, copias
que a la postre se demostraron contrarias a nuestros hábitos y a las exigencias
concretas del Bien Común. Como enseñaba Julio Irazusta “el método deliberativo
no nos convenía para constituirnos. La experiencia lo había probado”. Con el
método de Rosas en cambio, “había surgido, al final del período una consuetudo,
un derecho político no escrito, que equivalía a un sistema de leyes
constitucionales y sobre el que empezó a razonarse como sobre una verdadera
constitución. El país había sido organizado de otra manera que por un congreso
constituyente” (21).
Notas:
(1)
Para un análisis de la ideología iluminista de la Constitución del 53 cfr.
Sampay, Arturo Enrique, “La Filosofía del Iluminismo y la Constitución
Argentina de 1853”, Verbo N° 303- 304- 305, Año XXXII, Jun.- Jul.- Ag. 1990,
págs 43 y ss.
(2)
Petrocelli, Héctor B., “Lo que a veces no se dice de la Conquista de América”,
Ediciones Didascalia, Rosario, 1992, pág. 153.
(3)
Puy Francisco, “Derrecho y tradición en lo foral”, Verbo (Speiro), N° 128-129,
Septiembre –Octubre- Noviembre 1974.
(4)
Floria, Carlos Alberto y García Belsunce, César A., “Historia de los
argentinos”, Ediciones Larousse, Bs. As., 1992, pág. 111.
(5)
Floria, Carlos Alberto y García Belsunce, César A., “Historia de los
argentinos”, Ediciones Larousse, Bs. As., 1992, pág. 111- 112.
(6)
Petrocelli, Héctor B., Op. Cit., pág. 165.
(7)
Máxime cuando no llegó a formarse de modo pleno entre nosotros el andamiaje más
completo de Cortes, Procuradores (salvo quizás el Síndico Procurador), Mandato
Imperativo, etc. que sí tuviera vigencia en la Península y en otros Virreynatos
de Indias.
(8)
Rosa, José María, Historia Argentina, T. I, Editorial Oriente S.A., Bs. As.,
1972. págs. 117-118.
(9)
Para un análisis de las libertades concretas y las libertades abstractas en el
marco de la tradición política española, cfr. Elías de Tejada, Francisco
“Libertad abstracta y libertades concretas” en Contribución al estudio de los
cuerpos intermedios (Acta de la VI Reunión de Amigos de la Ciudad católica),
Speiro, Madrid, 1968, y Llopis de la Torre, Felipe, Montejurra. Tradición
contra Revolución, Editorial Rioplatense, Bs. As., 1976.
(10)
Zorraquín Becú, Ricardo, La organización política argentina en el período
hispánico, Tercera Edición, Editorial Perrot, Buenos Aires, 1967, pág. 27.
(11)
Zorraquín Becú, Ricardo, Op. Cit. Pág. 26, nota 2.
(12)
Irazusta, Julio, Breve Historia de la Argentina, Editorial Independencia
S.R.L., Bs. As., 1981, págs. 46-47.
(13)
Hernández, Héctor H., “Otro pensamiento constitucional (Una cuestión
dogmático-jurídico-política y de filosofía y lógica de las normas)”, San
Nicolás de los Arroyos, 2002, Inédito. Cfr. de este mismo autor “El cuento, la
Constitución y el barco. Otro pensamiento constitucional (Una cuestión
dogmático-jurídico-política y de filosofía y lógica de las normas)”, en Revista
Jurídica de Mar del Plata, nro. 1, Universidad FASTA, 2002, p. 159.
(14)
Petrocelli, Héctor B., Historia Constitucional Argentina, Editorial Keynes
Universitaria, Rosario, 1988, págs. 105- 106.
(15)
Ezcurra Medrano, Alberto, El sentido histórico de la época de Rosas, en La
Independencia del Paraguay y otros ensayos, Instituto de Investigaciones
Históricas Juan Manuel de Rosas, Colección Estrella Federal, Bs. As, 1999,
págs. 124- 125.
(16)
Llambías, Jorge Joaquín, Tratado de Derecho Civil, Parte General, Tomo I,
Editorial Perrot, Bs. As., 1964, págs. 176-177.
(17)
Petrocelli, Héctor B. La obra de Rosa que San Martín elogiara, Rosario, 1994,
pág. 40,nota 1.
(18)
Petrocelli, Héctor B., La obra de Rosas…, pág. 39.
(19)
Petrocelli, Héctor B., La obra de Rosas, pág. 44.
(20)
Petrocelli, Héctor B., Historia Constitucional Argentina, Editorial Keynes
Universitaria, Rosario, 1988, págs. 156 y ss.
* El hipervalor político-constitucional, “El Derecho”-Sección Constitucional, Nº XLVII, 15 de abril de 2009.
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